Por Emiliano Mondragón

 

I

Leonor se abrió paso a empujones y codazos desde el fondo del autobús. Las personas a su alrededor sabían de sus intenciones y se ponían entre ella y la puerta a propósito. Algunos la jalaban de vuelta al fondo entre gruñidos y miradas amenazadoras. Pero Leonor empujaba más fuerte y le gritaba al chofer «¡no arranque, me voy a bajar!». Finalmente llegó a la salida y una señora le dijo mientras bajaba el último escalón y la puerta se cerraba: «espero que se pudra en el Infierno».

Afuera hacía una noche cálida y un poco húmeda. Era una placentera noche de verano en el campo. Fuera de la carretera de terracería por la que el camión se achicaba cada vez más con dirección al horizonte, no había evidencia de que el ser humano hubiera pasado por ahí. Frente a Leonor se extendía una pradera de verde aterciopelado. Al fondo, sobre una ligera cuesta, se distinguía un espeso bosque de sombras. Arriba el cielo era de un tono morado casi negro y las estrellas brillaban, pequeñísimas pero abundantes, en él.

     —¡Llegaste! —le gritó una muchacha de veintitantos años y una diadema de flores en el cabello que agitaba su mano en el aire a manera de saludo.

     —¿Dónde está? —preguntó Leonor ignorando la bienvenida tan amigable de la muchacha.

     —Están allá —señaló con el dedo al lugar de donde venía—, en la fogata. Ya nació la bebé. ¡Es una niña preciosa! Sacó sus ojos azules.

Leonor palideció y se echó a correr en dirección a la fogata que crujía y suspiraba a la distancia.

 

II

Tú me platicabas algo que habías visto en la tele la noche anterior en alguno de esos programas de chismes que tanto te gustaba ver, y yo te miraba fascinado. Recorríamos todos los pasillos del súper en busca de dulces y botanas para regresar a ver películas a mi casa. Era viernes y, desde hace algún tiempo, esa era nuestra tradición. Yo empujaba el carrito y tú me tomabas del codo a ratos. Te adelantabas a ratos. Me mostrabas distintas cosas emocionadísima y bromeabas de todo. 

     —Vamos por algo de beber, ¿sí? —me decías mientras jalabas la parte delantera del carrito azul hacia un nuevo pasillo—. Se me antoja algo frío.

Abriste cada uno de los múltiples refrigeradores decidiéndote qué llevar.

     —¿Se te antoja un Arizona? Yo voy a llevar uno de... hm... kiwi fresa.

Tomaste uno para mí y los aventaste junto con todo lo demás.

—Creo que es todo, ¿no? ¿O quieres algo más, amor?

Continuamos caminando rumbo a las cajas cuando nos encontramos a tus padres. Yo siempre me había llevado muy bien con ellos, pero esta vez ni siquiera me quisieron voltear a ver cuando los saludé.

     —Hija, acompáñame a buscar algo —te dijo tu madre mientras te jalaba del brazo y te metía en el departamento de lencería (como si aquel apartado de la tienda fuera una zona a la que los hombres tienen prohibido entrar).

Yo intenté hablar de algo con tu padre mientras tanto, pero él sólo me contestaba con monosílabos y gruñidos. Finalmente desistí y ambos nos quedamos parados ahí, en silencio en el área de salchichonería, esperándolas.

 

III

Allí se encontró con una nueva multitud que rodeaba a Constanza. Todas eran personas jóvenes, de veintitantos años, pero en los ojos de Leonor, no eran más que un montón de niños. «Ya nació» le decían todos con sonrisas bobaliconas y ojos resplandecientes. Una vez más tuvo que abrirse paso a codazos y empujones para poder llegar a Constanza.

     —Hola, mami —le sonrió ella agotada pero con dulzura desde su asiento. Sostenía un bulto muy pequeño entre los brazos y el pecho.

     —Dame al bebé.

     —Es una niña —dijo Constanza contenta pero distante; como si le hablara desde sueños.

     —Le tuvimos que dar algo para el dolor —interrumpió la chica que estaba sentada a su lado—, por eso parece borrachita

     —Constanza, dame a la bebé —repitió Leonor con tono firme pero más suave que la primera vez, pues no quería alarmar a nadie, mucho menos a su hija.

     —Sí, mami.

Constanza alzó a la bebé sobre su cabeza y una decena de manos se extendió debajo de ella como una especie de red protectora. Leonor tomó rápidamente a la niña y sin siquiera destaparla se echó a correr en dirección al bosque. Todos se levantaron de un brinco y comenzaron a perseguirla. La muchacha que estaba junto a ella tuvo que ayudar a Constanza a pararse. No entendía nada de lo que estaba pasando (nadie entendía nada de lo que estaba pasando), pero sabía que algo estaba mal y empezó a llorar de angustia y desesperación. Un par de amigas intentaron calmarla, mientras los demás (la mayoría hombres) perseguían a Leonor que cada vez estaba más lejos y perdida entre las sombras.

Al cabo de un rato, todos volvieron junto a la fogata y le explicaron que habían perdido a su madre en el bosque. Entonces Constanza se dio cuenta de que su angustia, su desesperación, no se debía a que no tenía a su recién nacida con ella, sino a que la tenía su madre y que no confiaba en ella. Sabía que algo estaba mal y que todo iba a ir empeorando.

 

IV

Al cabo de unos minutos saliste corriendo pálida de entre un montón de calzones y brassieres de encaje y tu madre detrás de ti recogiendo lo que tirabas sin darte cuenta.

     —¡Él no lo sabe! —le gritabas entre furiosa y desesperada.

     —¿Qué pasó? —le preguntó tu padre a tu madre.

     —¡Él no lo sabe! —repetiste angustiada mientras me jalabas del brazo—. Nos tenemos que ir. ¡Ya!

Tus padres notaron mi cara de sorpresa y sólo entonces se dieron cuenta de que verdaderamente yo no sabía. Entonces tu madre me abrazó y tu padre te dijo que nos fuéramos ya mismo. Me jalaste del brazo una vez más y corrimos hasta el coche. Yo no tenía idea de qué estaba pasando y, en mi mente, cada cosa que pensaba era peor que la anterior. Antes de entrar, rodeaste mi cuello con tus brazos, recargaste tu cara en mi hombro y empezaste a llorar. Yo no sabía qué decir. No sabía qué hacer.

     —Es acerca de tu hermana —dijiste por fin—. Tu mamá la está buscando —lloraste—. Va a deshacerse del bebé.

Todo lo que había pensado hasta el momento era cada vez peor, pero nada había llegado a ser tan horrible como lo que acababa de escuchar. Te abrí la puerta, subiste de un brinco, corrí al asiento del conductor y arranqué enseguida.

 

V

Pasaron las horas y ya nadie sabía qué más hacer para consolar a Constanza que no dejaba de llorar. La fogata estaba por extinguirse y las estrellas se desvanecían en el resplandor de un nuevo día. El cielo aún era morado, pero ahora de un tono lavanda; casi color pastel. El pasto estaba cubierto por una ligera capa de escarcha, y todos los veinteañeros estaban muy juntitos porque la temperatura había bajado considerablemente.

De repente, alguien gritó «¡ahí está!», mientras señalaba con el brazo a un diminuto punto negro que salía de entre los árboles. Una vez más, todos se levantaron, pero esta vez la única que corrió fue Constanza. La escarcha cortaba las plantas de sus pies morados, y su nariz, sus rodillas y sus codos se teñían de rojo por el frío.

     —¿Dónde está mi bebé? —lloró mientras se dejaba caer de rodillas frente a su madre.

     —Ya no está.

Constanza notó que Leonor llevaba las manos vacías y que sus ojos (y toda su cara) estaban rojos y húmedos.

—Sé que no lo vas a entender todavía. —Sus labios temblaban como a punto de estallar en llanto—. Pero te hice un favor. ¡Eres demasiado joven para tener hijos!

Constanza dio un grito que desgarró el aire y desgarró a los árboles y a las pocas estrellas que aún brillaban sobre ella y desgarró, también, a los corazones de todos sus amigos que no la perdían de vista desde el otro lado de la pradera congelada.

     —¿Qué no ves todo lo que aún puedes tener por delante? —continuó Leonor con tono ausente—. Puedes viajar. Y puedes hacer un posgrado. ¿No prefieres eso a estar cuidando bebés ahorita? ¡Mírate! Eres tan joven, hija. ¡Y tan bonita! Tú no te imaginas pero yo fui tan bonita, ¡o más!, que tú cuando tenía tu edad. ¿Crees que no tuve la oportunidad de embarazarme antes de tener a tu hermano? ¡Los hombres se desvivían por mí! Tú no lo sabes pero se me aventaban a los pies. —En sus labios se dibujó una sonrisa como una mueca siniestra—. Hijos puedes tenerlos cuando quieras, pero la juventud nadie te la regresa. Mírame a mí. —Y cuando dijo esto, su voz adquirió un tono de resentimiento y amargura—. Yo viajé e hice mi posdoc en otro país. ¿No quieres eso tú también? ¿No quieres ser como yo?

Constanza sollozaba y temblaba (de frío y de tristeza) sobre el suelo. Leonor se arrodilló a su lado y colocó sus manos sobre su hombro. Entonces Constanza pudo ver que estaban cubiertas por una sustancia negra y pegajosa, aún caliente, a la cual se le había pegado la tierra negra del bosque.

     —Hice lo que nadie más haría por ti, ¿no lo ves? —susurró Leonor sin voltear a ver a su hija que se deshacía entre sus dedos negros—. Hice algo que sólo una madre puede hacer porque no hay, no existe, otro amor como el de una madre por sus hijos. Porque te amo, Constanza. ¡Porque soy tu madre y te amo!

 

VI

Cuando llegamos a aquella pradera cubierta de blanco, el cielo se pintaba de un ligero color azul. El viento era helado y no había más ruido que el del murmullo de los árboles. Corrimos en dirección al grupo de personas que rodeaban lo que la noche anterior había sido una fogata. Una chica con diadema de flores me reconoció, me abrazó y se echó a llorar. «Están allá», me dijo con los ojos empapados, mientras señalaba con el dedo hacia un par de puntos negros a las afueras del bosque. Yo intenté correr hacia allá, pero mis piernas perdieron toda la fuerza de repente y por poco caigo. Entonces caminé (o, mejor dicho, me tambaleé) deprisa hacia mi hermana y mi madre.

—Porque soy tu madre y te amo porque soy tu madre y te amo —repetía mi madre una y otra vez, como en trance, mientras mi hermana lloraba desconsolada en posición fetal sobre la escarcha que poco a poco se volvía rocío—. Porque soy tu madre y te amo.

El cuerpo de mi hermana estaba morado debajo del ligero vestido de tirantes que llevaba puesto. Su hombro estaba embarrado de sangre negra y coagulada, mezclada con tierra húmeda. Sus pies sangraban rotos por el frío.

La escena me pareció eterna. Yo estaba como congelado y, por un instante, me sentí como fuera de la realidad. Como si se tratara de una película, o una obra de teatro, a la que me hubiera metido por accidente. Por un instante me sentí completamente fuera de lugar. Fuera de la especie humana y fuera de toda la historia del tiempo. Como si mi existencia jamás hubiera sucedido y de repente, por pura casualidad, apareciera (como traído de la nada) sobre la faz de la Tierra para contemplar el momento más triste de la humanidad.

 

VII

     —¿Qué hiciste? —le pregunté a mi madre con voz ronca y temblorosa. Leonor me volteó a ver. Sus ojos estaban desorbitados y ardían como si detrás de ellos sólo hubiera fuego. Se calló y se me quedó viendo por largo rato. Mi hermana se había quedado dormida entre sollozos. Su cuerpo lucía frágil y pálido sobre el pasto. Como el de una niña; o una flor que acabaran de cortar desde la raíz para que nunca más vuelva a florecer.

—Hice lo que una madre amorosa haría por cualquier hijo —dijo Leonor con amargura—. Pero tú nunca entenderías porque a ti quién te quiere.

 

Sin nombre. Man Hyeok Yim

 


 

Emiliano Mondragón (Ciudad de México, 1996). Licenciado en Artes Visuales en el Centro Morelense de las Artes (CMA) en la ciudad de Cuernavaca. Ha participado en diferentes exposiciones desde el año 2013, dentro de las cuales destacan: Entropía (2021); Together Through Painting (2021); La tormenta (2020); Territorios (2019); Dialécticas entre el límite y el trazo (2019) y Bifurcaciones (2015). Durante el año 2019 realizó los proyectos curatoriales: Continúa; Frágil como la masculinidad (co-curador); y De lo cotidiano al arte. Ha colaborado con trabajos de cuento y poesía en la revista digital Zompantle (2021); y fue publicado en el primer número de la revista Casapaís: La fiesta junto al río (2021).