Por Danae Cruz 

Al llegar a la ciudad el mar calmado y suave acariciaba el cielo. 

Le recordó a la escenografía de un viejo teatro, donde los barcos eran parte del montaje y sobrepuestos interrumpían las ondas suaves y serenas de aquel charco gigante.

Fue inevitable quedar hipnotizado con ese inesperado regalo que surgía al final de la calle, su trance fue tan profundo que sus pensamientos se detuvieron por un instante para luego seguir y retomar su trono, gobernándolo y obligándolo a seguir en lo suyo, con el celular en una mano y su mochila en el hombro, hurgando una y otra vez en sus redes sociales, revisando mensajes que no llegan y repasando imaginariamente palabras que no salen.

A lo lejos, y como música de fondo, escuchaba el hablar de la gente en la micro, un intenso sol entraba por la ventana mientras los aromas penetrantes y nuevos le daban la bienvenida, pero nada de eso era suficiente para sacarlo de su encierro voluntario. 

Atento a la pantalla, Google Maps le avisó que por fin había llegado a su destino. Se puso de pie y se bajó rápidamente ubicándose en la intersección acordada, nervioso miró a todos lados sondeando el paisaje, gente caminando rápidamente, algunos con la mirada perdida  y otros riendo , un grupo de personas vendiendo todo tipo de cosas en la calle llenaba con colores el paisaje repleto de cemento. Todo esto acompañado de un olor a fritanga que emanaba de todas partes y que le recordaba su hambre apremiante. 

Miró el celular, pensó en llamar o mandar un audio, pero se arrepintió inmediatamente, por ningún motivo deseaba salirse del plan trazado. La verdad, tampoco estaba muy seguro qué decir… 

Así dejó pasar el tiempo fingiendo despreocupación, borró mensajes antiguos y revisó Tik Tok una y otra vez tratando de anestesiarse, “no pensar, no pensar” era la consigna.

De vez en cuando, mientras se encontraba cabeza gacha, creyó sentir miradas, risas, murmullos, sentía entonces el rubor subir por su rostro, pero al mirar notaba que seguía semejante al aire: transparente e inexistente para la gente.

Sus piernas poco a poco se entumecieron, su celular se comenzó a descargar, miró al cielo que tenía unas pocas nubes que se movían rápido con el viento del puerto, trató de distinguir en el horizonte el paisaje de bienvenida, pero el telón mágico del mar no era visible desde su ubicación, parecía una calle cualquiera, coja por la ausencia del sonido de las olas.

Durante años añoró la cercanía del océano a pesar de que sólo recordaba una única visita durante su niñez, de aquella ocasión quedaron en su memoria dos cosas: el olor del puerto y el sonido rítmico que provoca el choque del agua contra las rocas. Por eso la elección del lugar. De alguna manera era el escenario perfecto para un comienzo en un lugar donde alguna vez creyó sentirse feliz.

El asunto no era menor para él, era la primera vez que la vería en persona y a pesar de eso la sentía como alguien íntimo. En interminables llamadas nocturnas habían planeado mil veces el encuentro, la vida le sonreía a través de escenarios ficticios que sentía tanto o más reales que la vida misma, en su mente todo terminaba en diversos finales felices dignos de películas románticas, de esas que emboban y te hacen sentir más solitario que nunca.

Miró el celular, lo apagó y lo prendió repetidas veces como si fuera una fórmula mágica que haría que aparecieran esas anheladas palabras que aplacarían sus miedos.

Sintió que había estado quieto hace siglos, ¿sería una hora o dos? Suficiente para sentirse perdido, el sol comenzó a dejar de brillar sobre su cabeza, la gente comenzó a disminuir, el olor se tornó rancio y él quieto como una estatua fría, sucia y anónima.

No llegará, se repitió, no llegará. En su cabeza comenzaron a surgir mil versiones, unas más oscuras y bizarras que otras:

Tal vez lo miró de lejos y se fue.

Tal vez no pudo venir porque le pasó algo grave.

Tal vez se estaba burlando de mí, tiene que ser eso, no puede ser nada más, murmuraba.

Tal vez el destino de los perdedores es seguir perdiendo.

Su corazón se comenzó a acelerar y su estómago a encogerse, dejó casi todo para buscarla, sin dar pistas ni señales a nadie, estaba en esto solo, batallando con esa sensación de vértigo como cuando miras hacia un precipicio.

De pronto llegó el mensaje que profetizó: “Lo siento, llegamos muy lejos con esto, no hablemos más”. Por unos segundos contuvo el aliento, un dolor difícil de explicar y soportar lo invadió, cómo si una mano invisible le estrujara el pecho y lanzara sus órganos internos contra la calle dejándolo vacío por dentro, esa angustia conocida y temida lo alcanzó de golpe y sin piedad.

Trató de llamar, con sus dedos temblorosos la buscó en sus redes sociales, pero había desaparecido… Ya no existía.

Y se quedó congelado, tratando de asumir que había sido abandonado por un fantasma, ahora estaba como al principio, casi sin dinero y sin dignidad, tomando un baño de una realidad que no quería en una ciudad inhóspita.

El cansancio de intentarlo por décima vez lo comenzó a invadir mezclado con culpa y pena, sintiéndose estúpido, murmurando la palabra “perdón” una y otra vez como una letanía, deseando darse por vencido y a la vez, en un acto de profunda porfía, tratando de consolarse con un extremadamente trillado “por algo pasan las cosas”.

Cuando al fin pudo moverse, sintió el impulso irrefrenable de tomar rumbo al mar como único destino lógico, tratando de paliar esos pensamientos que le golpeaban la cabeza como un martillo, el remedio a ese dolor que no tenía salida ni siquiera con el llanto, ese llanto atrapado y sin voz dentro de su garganta.

Caminó durante varios minutos, subiendo y bajando esas calles onduladas que simulaban a la vida misma, sin pensar en nada o tratando… Al rato y a lo lejos vio esa inmensa silueta azul, su meta estaba cada vez más cerca, su razón de estar por 10 minutos más respirando. Comenzó a notar que el olor a comida se había pegado a su ropa junto con el sudor del viaje. Por un instante esa mezcla de aromas le provocó náuseas. Sus pies entumecidos por el cansancio dolían cada vez más, pero su objetivo le parecía tan hipnotizante que no dudó en caminar más y más rápido a pesar de todo, con el combustible inagotable de la rabia consigo mismo.

Pronto estuvo tan cerca que sentía dentro de sí la presencia atemorizante e inquietante del mar, el viento húmedo refrescaba el sudor de la caminata, se encontró con las gaviotas cantándole a las olas que se estrellaban contra las rocas y con una costanera repleta de cemento que lo separaba del agua, gente caminando, alegre y acompañada, mirándose a los ojos sin percibir el espectáculo que estaba por protagonizar el cielo. Se detuvo para recuperar el aliento, miró al horizonte y le pareció que el mar lo llamaba, lo sentía claramente, de una forma suave, pero insistente, no podía ni quería negarse, caminó por la costanera hasta que llegó a una pequeña y solitaria playa que le permitió estar más cerca del agua, sentía el intenso frío y la humedad, a pesar de eso se sintió bienvenido.

Estaba en “pause” y con la mirada ausente, con un llanto atascado, con gemidos dormidos, mirando al cielo ahora naranjo que se unía a ese mar que lo reclamaba como suyo. El sonido rítmico de las olas apagó el ruido de su mente, ya no había nada más que decir ni hacer, se sentía ínfimo frente a todo y la brisa helada poco a poco terminó anestesiándolo. 

El momento se vio interrumpido por el grito de un hombre mayor:

     —¡Flaco! —alcanzó a escuchar.

Puede que le haya dicho algo más, de lejos le llegaron palabras, pero solo fueron sonidos sin sentido. De manera autómata se sacó la ropa, le dolieron los pies por el frio y sus plantas desnudas pisaron las piedrecillas afiladas a propósito, cada vez más fuerte, hasta que el dolor ensordeció al dolor, aun así, el llanto no salía, dio algunos pasos y el agua fría comenzó a llegar a sus pies, poco a poco las olas con su cantar engañoso lo fueron atrayendo hasta que el agua llegó a sus rodillas y ahí se quedó paralizado, sin saber si dar un paso al frente o retroceder. Se dio cuenta que no tenía fuerza para hacer ninguno de los dos movimientos: el retroceder no tenía sentido, el avanzar lo dejaría perdido. De pronto una ola pareció tomar la decisión por él y lo arrastró hacia adentro, envolviéndolo y arrullándolo. Por unos segundos se dejó llevar, dándose por vencido. El abandono le dio paz y la fuerza para sacar el llanto; o eso creyó, tal vez era su último suspiro… El agua entró por su boca y nariz, provocándole un dolor agudo, quemante y más grande que su oscuridad, la sensación  le hizo abrir los ojos bajo el agua, donde alcanzó a divisar algas que se enredaban en sus piernas y cubrían su cara. De forma instintiva luchó por salir unos instantes, agitó sus brazos hasta que los bajó por el cansancio. Cuando dejó de pensar y pelear, el mar en un acto de piedad lo escupió hacia afuera, haciéndolo rodar sobre sí mismo, expulsándolo y dejándolo a la orilla de la playa como un molusco, con su cara enterrada entre las piedras y  con una lechuga de mar sobre su cabeza, dando respiraciones entrecortadas como un pez recién atrapado dentro de la red, En sus mejillas sintió la tibieza de algunas lágrimas mezcladas con el  agua salada , se levantó torpemente, con la gravedad como ancla al suelo, se arrastró hacia su ropa y se encontró cara a cara con el mismo hombre que le habló, tenía una caja de vino en la mano y le gritó ahora: 

     —¡Caeza e’ luche! ¡El mar te escupió por cochino! —rió ruidosamente, luciendo su boca casi sin dientes. 

Lo quedó mirando unos segundos tratando de entender sus palabras, y luego, sin saber muy bien porqué, se sonrió. Se incorporó y avergonzado se puso la ropa lo más rápido que pudo, congelado y tieso.

El anciano se acercó y le ofreció vino. Temblando y con los dedos azules, tomó la caja y bebió unos sorbos, después se quedaron quietos, sentados uno junto al otro, mientras el viejo tarareaba una ranchera que hablaba de un amor despechado.

El sol se ocultó, el viejo se paró después del ocaso y tambaleándose se marchó sin más.

Él se quedó un momento, con el sabor del vino en la boca mezclado con el agua salada. Se sintió extrañamente limpio y aliviado, respiró profundo, se paró erguido, miró fijamente al mar ahora convertido en una caja negra y se dispuso a volver.

 

Fisherman with Nets on the Sea of Japan. Fosco Maraini (1953)

 

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Danae Cruz. Matrona y escritora de Puerto Varas. Este es el primer cuento que escribe en 20 años.