Muestra de Los hábitos feroces (Elemento Disruptivo, 2022)
Por Emmanuel Lorenzo
Mi casa estaba en la última cuadra asfaltada del barrio
casi haciendo esquina con la tierra
justo en el límite
nadie entendía por quéno habían pavimentado las demás cuadras
las máquinas se fueron una tarde
y ya no regresaron.
Mis amigos vivían detrás del límite
y la Normal Doce estaba del lado pavimentado
me pasaban a buscar y llegábamos juntos
éramos tres
pero las mañanas de lluvia
dejábamos sólo dos pares de huellas de barro.
*****
Cuando se nos moría un chico en el barrio
por alguna de las tantas pestes
hambre
plomo en agua o plomo en la espalda
nos turnábamos para lanzar
sus zapatillas a los cableados
que venían de no sé dónde
y transmitían no sé qué.
Recogerlas era todo un ritual
pasábamos por su casa y la madre nos las daba en una caja
con los largos cordones desatados
parecían haberlas limpiado antes
y uno a uno lo intentábamos
hasta que el alma y la sonrisa del Pela, del Chueco o del Enano
se agarraban de ese horizonte negro
y ahí quedaban
flotando.
La noche anterior a irme del barrio
conté quince lunas blancas pendiendo del cielo
y me juré que sin importar dónde me alcance la muerte
mi madre o mi hermana debían repatriar mis zapatillas:
nunca me gustaron las constelaciones impares.
*****
Alguien ruega por el tren
de madrugada
así definiría al Conurbano, al menos al mío
a este territorio mestizo, ni porteño ni del Interior
donde demasiados despiertan para correr a la General Paz
y la partera de paraísos artificiales
nos los devuelve exhaustos
apenas con tiempo para descalzarse
cebarse el mate de las ocho
aunque sean dos o tres chupadas.
Eso basta
no sabría si llamarlo felicidad pero somos este hábito furioso
una forma de identidad
las calles desiertas, las vías despiertas.
En esta parte del mundo los trenes son la medida de tiempo
la noche, la segunda que sólo acá conocemos
tiene un silencio de espera entre
el último tren y el primero, una pausa para nuestro todo:
cerramos los ojos resistiendo la respiración
y nos desahogamos ni bien escuchamos caer la primera barrera.
*****
Durante el verano siempre se cortaba la luz en casa
esos apagones programados que nunca dejan de ser repentinos
y nuestro barrio cada semana salía sorteado.
Desde la calle se escuchaba el aleteo desesperado de los ventiladores
algunos acondicionados, los parlantes de cumbia
y de pronto el silencio.
Yo tenía que agarrar a mi hermana de la mano
era mi responsabilidad, mamá hacía el resto
prendiendo velas en cada habitación de la casa.
Mi hermana y yo caminábamos
en puntas de pie descubriendo las luciérnagas
a veces en los estantes, otras a ras del piso
o tan escondidas que solamente alcanzábamos a ver
su resplandor contra la pared. Las seguíamos
como migajas de fuego y el camino nunca terminaba
mamá a nuestra espalda las cambiaba de lugar
para que nunca se apagara el juego.
*****
Qué pasa en los barrios
que la muerte nos inquieta
qué pasa
que se muere uno y nos morimos un poco todos.
Habían matado a otro:
en la guerra
o en lugares como éste
se cree en Dios
o se muere solo.
Vos elegís.
Me lo dijo mi tío que había estado en las islas
y esa noche mi barrio parecía en guerra.
Las explosiones no te dejan escuchar a Dios
te lo tenés que imaginar
¿y acá?, le pregunté, ¿no estás mejor?
No me contestó
se quedó mirando no sé qué en esa esquina
ya estaba oscuro y le temblaban las piernas:
quizás intentaba entre los ruidos
distinguir a Dios
de su pasado.
*****
Los gritos llegan
a la medianoche
el punto de quiebre, la fragilidad
no duerme. A veces
los ruidos arrastran patrullas, la danza del caos
mi hermana y yo los escuchamos
desde la puerta entornada
nos dormimos abrazados con furia.
Aprendimos la ferocidad como hábito
pero también la ternura
para que nada
duela
dos veces.
Calles de Buenos Aires, Argentina.