Por Ismael Ugarte 

Después de uno de estos días, miras por la ventana al anochecer; imagínate esto: un letrero a la orilla de la autopista hace de la noche un momento más exótico. El conjunto de edificios más cercano cambia el color de su cubierta pastel con cada nueva imagen proyectada en la pantalla publicitaria. La luna toma distancia de la acción y lo que hace es fabricar —de cerca pero no tanto— un tipo de independencia frente al tráfico incesante y la bulla que se eleva por los aires como el cotillón de año nuevo —incluso de las estrellas— y los demás elementos sobre el proscenio. Por el contrario de la autopista, el camión viene entrando a los tumbos por la caletera. Furtivamente algunas aves y roedores cazan, la plaga de catitas que infesta la comuna se encuentra adormilada en los árboles; también hay algunos murciélagos. Ellos, a su manera, estudian las posibilidades que tienen de progresar, de ganarse la cena. Los perros callejeros del sector que aún no encuentran un buen lugar para echarse deambulan por el barrio apareciendo por únicas veces al pasar por debajo de los faroles. Tienen mierda fresca o seca en cada bandejón de pasto. El camión es de los que trasladan containers, aquel lleva en sus dos costados la marca de una empresa de los Países Bajos. El olor ha empezado a darle mayor personalidad al humo que emerge desde el motor, y se cuela por las rendijas del capó (con Superman pintado en bricolaje) hasta formar dos bigotes largos y blancos, los de un viejo dragón chino. Ella le quita el contacto al camión y la máquina de diez ruedas con su acoplado parece doblar las piernas y recostarse sobre el piso. Le agrada su camión en reposo, el silencio que produce. Retira el celular de uno de los tantos compartimentos del amplio tablero, debe poner en aviso a la empresa para que entre otras cosas llamen a una grúa; antes, se acuerda de todas las veces que casi se cayó de esa pequeña cama (si se le pudo llamar así) en la época adolescente. Le había costado sangre, sudor y lágrimas conseguirlo, pero ya es una camionera más y ostenta un gigantesco vehículo del que no puede caerse. En el tiempo en que trabajaba al volante de un camión recolector de basura todo era muy distinto. Además, estaban los gritones: esa gente que dormía en los contenedores que ella enganchaba en la parte trasera y tiraba a la moledora. 

Con el objeto de hacer más llevadera la espera, ella ha estado mirando cosas en el celular e incluso algunos vídeos. Sin haberse dado cuenta, le han sacado unas risitas. Es una mujer ruda de mediana edad y una vida sufrida a cuestas, con un tatuaje deslavado que le recorre el brazo, ese que asoma a la luz de la luna. Pero todo esto, más que otra cosa, es la caparazón, como dicen; ella lleva algo adentro, algo quebradizo como las patas de un insecto y que busca por todos los medios protegerlo. Sabe, por otros colegas, que esas operaciones de asistencia o rescate llevan cierto tiempo y hace un rato se bajó con el chaleco reflectante a colocar el triángulo a la cola del camión —si es que otro vehículo quiere pasar, hay otra pista disponible en esa caletera—, así que ubica el celular en posición horizontal en el porta celular pegado al manubrio y coloca el vídeo Miami 2014 Mark Anthony Live. En el transcurso que le lleva al brazo llegar al botón en la pantalla táctil le viene otro de esos pensamientos aleatorios que la remiten a un pasado cruel, o, por así llamarlo, bastante caliginoso: se pregunta cuántas veces había tenido que verificar si respiraba la persona al otro lado de la cama en que dormía. Hace tiempo estos pensamientos ya no son un impedimento para continuar con la vida inmediata, esa que se despliega muy exclamativa, sin cortes, frente a sus ojos. Al principio se le había hecho difícil con los gritos de socorro pasados por alto y aparecidos de cualquier lado y tan reales como los que sí llegó a escuchar a tiempo. No alcanza a completar cinco minutos del video cuando ve una silueta venir hacia el camión ¿un hombre tirando chispas? Y la historia no termina —casi— allí como ocurre en ciertas historias de final abierto: con el hombre acercándose, y ella, que ha lidiado con muchos escenarios, pero nunca uno de ese tipo, sin saber qué hacer. Lo que sí, se pregunta por la naturaleza de la experiencia: ¿Un sueño? ¿Le habrán metido algo al jugo en la parada a comer? Es buen momento para despertar. Despabila, se dice. 

Las chispas saltan desde ese cuerpo, al modo de esa varilla pirotécnica conocida como estrellita. Su cuerpo, el de ella, continúa tal cual, solo que ahora mucho más tieso que cuando esperaba a que repararan el motor y su viaje se reanudara. Mueve tan solo los ojos, lo que no es suficiente para no perderlo de vista. Ahora, lo que semeja a un hombre común y corriente ha desaparecido frente a la gigantesca carrocería frontal de camión. Se ha metido por debajo de la capa de Superman. Tomada por el miedo, el pecho le sube y le baja muy rápido. De pronto, un ardor le pincha un punto del brazo que mantiene fuera del camión. Los ojos se le mueven dando la sensación de que hay un ser atrapado que husmea desesperado hacia el exterior. Logra ver solo las chispas, éstas surgen desde la base del marco, le parecen un montón de lágrimas hechas de cobre; ahora sí, logra escuchar los siseos del aire y olisquear el olor a caucho quemado. Ella supo desde el comienzo que no tendría un lugar de verdad reservado, que no sería tratada como una par o una igual por el resto de los camioneros. Imitar algunas de sus prácticas y llevar su choreza a otro nivel le había servido de todos modos. Ser mujer es eso, entiende: sentirse en una tierra de hombres. De otro modo, cómo explicar que los compañeros no le hayan querido advertir sobre los gritones o esa forma truculenta de gastarle una broma. Cómo explicar la iniciación. La broma se consumó un día de otoño en los contenedores del bajo nivel del Parque O’Higgins. Ella puso marcha atrás, calculó y se detuvo en el instante preciso; al oír el chick que avisaba el enganche del contenedor con el camión, bajó la palanca que, por medio de un mecanismo de paletas hidráulicas, activaba el levantamiento de esas enormes cajas plásticas colmadas de basura. El contenedor se hallaba a medio camino en el aire cuando se preguntó si lo que escuchaba eran gritos de auxilio o si finalmente se había vuelto loca. Frenó el procedimiento con la palanca y miró el contenedor a través del largo espejo retrovisor, como si eso la ayudara a detectar mejor el sonido. ¡Ayuda, sáquenme, ayuda! Los gritos se oían apagados, lejanos, pero al mismo tiempo muy internos, como si vinieran desde sus adentros. Ella, ayudada por sus cortas y gruesas piernas, abrió la puerta y descendió del camión por la escalera. A medida que se acercaba a ese basurero puesto por ella misma en altura, los golpes en las paredes plásticas se hicieron más claros, golpes tan desesperados que se podía ver cuando abollaban por un instante distintos puntos del contenedor. Casi tan traumático como esa experiencia había sido cuando sus compañeros entre risotadas le dijeron que se calmara, que no es la gran cosa, que de muchas no se dio y no se daría cuenta. No es nuestra culpa, le dijo uno.

La lluvia primero levanta al polvo y su olor. Después pone a brillar los cables y la carcasa de los automóviles. Los meteorólogos lo anunciaron durante la mañana: los chubascos tendrán lugar a partir de la noche del viernes, de manera intensa e intermitente. Las gotas, tras un rato, se pueden ver dónde cae cada una. Hacen agujeros en lo que antes era asfalto, sobre la superficial corriente de agua. El manto perforado va en una dirección hasta que pasa un auto —a toda velocidad pasan y suena como si se rajara la hoja de un diario— y lo lleva en la otra. El agua ha ido filtrándose y ablandando los estratos de tierra y las raíces más profundas aletean en la oscuridad. Goterones gruesos son los que caen, un sin fin de flechas. En todas esas lecciones o consejos de los más viejos en que uno decía sí, sí, sí, o sencillamente escuchaba hasta la mitad, había mucho que aprender, pensó sentada en el wáter, antes de salir esa mañana de su casa. En la pantalla del celular el concierto continúa, la música parece venir de una realidad paralela muy absurda. Por el rabillo del ojo observa cómo la lluvia no tiene autoridad sobre las chispas, las cuales se mantienen saltando hasta más allá de la parte superior del marco de la ventana. Le salta la vena de la sien derecha. Daría cualquier cosa por pasarse la mano por la cara, pero por miedo a causar un desbarajuste en la escena, ya se propuso no hacerlo por nada en el mundo. Si se le preguntara, diría que le duele ser una mujer tan corriente. Si al menos no me diera cuenta, podría llegar a reflexionar si es que... 

¡Qué dolor! Reconoce ella y en más de una oportunidad se pone en el lugar de los gritones. En busca de calor, algo o bien mareada (dependiendo de la suerte), me meto por la abertura lateral que tienen los basureros grandes para tirar las bolsas. Se hace muy difícil introducirse en uno mediano o pequeño. Desde hace mucho, vivir me cuesta mucho. Anestesiada por el frío y las pastillas o el alcohol y el olor a podredumbre, no advierto la aparición del camión recolector. Despierto de un golpe en la cabeza y con la basura que durante un tiempo fungió de colchón revolviéndose como las bolas de una tómbola en la negrura. De allí en adelante no paro de gritar. Las paredes plásticas —verdes, creo— dejan entrar muy poca luz. ¿Dónde se ha ido la luz? Es raro, pero por los ruidos y el movimiento se me ocurre que una máquina gigante me tiene en el aire, sujeta por el cuello de la polera. Debajo de mí imagino una boca bien abierta que no termina nunca. Pero no soy absorbida, inmediatamente. Antes sus dientes me trituran junto a las cajas, las cáscaras, las botellas, los pañales, la ropa… No me doy ni cuenta y primero soy líquido percolado y luego un fantasma. 

Los pies se le mueven solos. Lo único que estos quieren es apretar los pedales y así salir, junto al resto del cuerpo, disparados muy lejos de aquella  caletera. Sus compañeros transportistas son unos cavernarios, alcohólicos y drogadictos despreciables, unos pobres imbéciles, todos, ha llegado a decir ella, pero ni de cerca tiran chispas o huelen a llanta quemada. Son tantas las mordiditas que le dan las chispas que se ve obligada a quitar el brazo de la ventana. Lo hace de manera queda, como quien coloca un recién nacido dormido en la cuna. Mira de reojo por la ventana, las chispas borbotean, el concierto en el celular continúa su reproducción, se pregunta qué es lo que ocurre con la grúa que no llega. 

     —No tengas miedo. No has hecho nada malo ¿cierto? —dice una voz salida desde un espacio inferior, no visible desde su posición rígida en el asiento del camión—. ¿Me escuchas?

     —¿Qué  quieres?

     —Nada. Sólo me dio la impresión de que te conocía y vine. ¿Me escuchas?

     —Sí,  te escucho. Dime, ¿quién eres?

     —Un  espíritu, un alma errante, ¿un fantasma? Ahora, ¿me escuchas?

     —¿Qué te sucede?

     —¿Por qué lo dices? ¿Y? ¿Te he visto en otra parte?

Ella, después de escorarse hacia la ventana, estira el cuello, lentamente, siente gotas chocar contra sus pómulos; el fantasma se había preocupado de mirar arriba y ofrecerle en toda su anchura el rostro. 

     —No, nunca te había visto —responde ella y vuelve a pegar la espalda al asiento. 

Las chispas van rodeando la parte delantera del camión y se puede sentir el olor a caucho quemado disiparse.

Ella, en un intento de rendirle una despedida digna al gritón, pone en contacto el vehículo —el armatoste regresa a la vida— y luego enciende las luces. A través del vidrio empañado y lleno de perlitas, apenas consigue verlo caminar por aquellos dos puñales de luz. Para cuando se acuerda de activar los limpiaparabrisas las luces ya se encuentran vacías. Ahora que la lluvia ya lavó la calle y vuelve a estar callada y tú, que lo sabes bien porque no les has quitado los ojos. ¿Qué es lo que ves? ¿Algún otro camión acercándose? ¿Alguna chispa? ¿Me escuchas?

 

Fotografía de José Manuel Navia