Extracto perteneciente al artículo "Las promesas de los monstruos: una política regeneradora para otros inapropiados/bles", publicado en la revista académica Política y Sociedad 30 (1999): 121-163. El presente fragmento corresponde a las primeras páginas.

 

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Las promesas de los monstruos: una política regeneradora para otros inapropiados/bles

Donna Haraway. Trad. Elena Casado.

"Las promesas de los monstruos" será un ejercicio cartográfico y de documentación de viajes por los paisajes físicos y mentales de lo que puede considerarse naturaleza en ciertas luchas globales/locales. Estas contiendas se localizan en un tiempo raro y alocrónico —mi propio tiempo y el de mis lectores en la última década del segundo milenio Cristiano— y en un espacio extraño y alotópico —el vientre de un monstruo preñado, aquí mismo, desde donde escribimos y leemos—. El propósito de esta excursión es escribir teoría, esto es, hacer visibles modelos sobre cómo moverse y a qué temer en la topografía de un presente imposible pero absolutamente real, para encontrar otro presente ausente, aunque quizá posible. No busco las señas de presencias absolutas; aunque sea con resistencias, tengo otra idea. Como el cristiano en el Pilgrim’s Progress, sin embargo, me he comprometido a alejarme del abatimiento más profundo y de las ciénagas infectas que no llevan a ninguna parte para arribar a ambientes más salubres. La teoría pretende orientarnos y facilitarnos el croquis más burdo para viajar, moviéndose dentro de y a través de un artefactualismo implacable, que prohíbe cualquier observación/localización directa de la naturaleza, hacia una ciencia ficcional, a un lugar especulativo factual, a un lugar llamado, simplemente, otro lugar. Al menos para quienes se dirige este ensayo, la "naturaleza" del artefactualismo no es tanto un lugar diferente como un no-lugar, algo totalmente distinto. En efecto, un artefactualismo reflexivo ofrece serias esperanzas políticas y analíticas. La teoría de este ensayo es modesta. Sin ser una visión sistemática de conjunto, es un pequeño recurso de emplazamiento en una larga serie de herramientas de trabajo. Tales recursos de observación han sabido recomponer los mundos para sus partidarios —y para sus oponentes—. Los instrumentos ópticos modifican al sujeto. El sujeto se está modificando de forma inexorable a finales del siglo veinte, como bien sabe la diosa.

Los rasgos ópticos de mi teoría reductora tienen el propósito de producir no tanto efectos de distanciamiento, como efectos de conexión, de encarnación y de responsabilidad con algún otro lugar imaginado que ya podemos aprender a ver y a construir. Me interesa mucho rescatar la visión de manos de los tecnopornógrafos, esos teóricos de las mentes, los cuerpos y los planetas que insisten eficazmente —es decir, en la práctica— en que la vista es el sentido adecuado para llevar a cabo las fantasías de los falócratas. Creo que la vista puede reconstruirse en beneficio de activistas y defensores comprometidos en ajustar los filtros políticos para ver el mundo en tonos rojos, verdes y ultravioletas, es decir, desde las perspectivas de un socialismo todavía posible, un ecologismo feminista y anti-racista y una ciencia para la gente. Asumo como premisa auto-evidente que "la ciencia es cultura". Enraizado en esa premisa, este ensayo es una contribución al discurso tremendamente vivo y heterogéneo contemporáneo de los estudios de la ciencia en tanto que estudios culturales. Por supuesto, lo que ciencia, cultura o naturaleza —o sus "estudios"— signifiquen no es ni mucho menos auto-evidente.

La naturaleza para mi, y me atrevería a decir que para muchos de quienes somos fetos planetarios gestando en los efluvios amnióticos del industrialismo terminal, es una de esas cosas imposibles caracterizadas por Gayatri Spivak, como eso que no podemos dejar de desear. Atrozmente conscientes de la constitución discursiva de la naturaleza como "otro" en las historias del colonialismo, del racismo, del sexismo y de la dominación de clase del tipo que sea, sin embargo encontramos en este concepto móvil, problemático, etnoespecífico y de larga tradición algo de lo que no podemos prescindir, pero que nunca podemos "tener". Debemos encontrar otra relación con la naturaleza distinta a la reificación y la posesión. Quizá en aras de infundir confianza en su realidad esencial, se han consumido recursos ingentes para estabilizar y materializar la naturaleza, para vigilar sus fronteras. Los resultados de tales gastos han sido decepcionantes. Los intentos de viajar al interior de la «naturaleza» se convierten en excursiones turísticas que recuerdan al viajero el precio de tales desplazamientos —se paga por ver los reflejos esperpénticos de uno mismo—. Los intentos de preservar la «naturaleza» en parques naturales siguen siendo fatalmente problematizados por la huella imborrable de su fundación mediante la expulsión de quienes vivían allí, no como seres inocentes en un jardín, sino como gentes para quienes las categorías de naturaleza y cultura no eran las sobresalientes. Proyectos carísimos para reunir la diversidad "de la naturaleza" y almacenaría parecen dar como resultado moneda falsa, semillas empobrecidas y reliquias polvorientas. Como en el caso de la hipertrofia bancaria, la naturaleza que nutre los depósitos "desaparece". Los datos del Banco Mundial sobre destrucción medioambiental son ejemplares a este respecto. Por último, los proyectos para representar y reforzar la "naturaleza" humana son famosos por sus esencias imperialistas, recientemente reencarnadas en el Proyecto del Genoma Humano.

Por tanto, la naturaleza no es un lugar físico al que se pueda ir, ni un tesoro que se pueda encerrar o almacenar, ni una esencia que salvar o violar. La naturaleza no está oculta y por lo tanto no necesita ser desvelada. La naturaleza no es un texto que pueda leerse en códigos matemáticos o biomédicos. No es el "otro" que brinda origen, provisión o servicios. Tampoco es madre, enfermera ni esclava; la naturaleza no es una matriz, ni un recurso, ni una herramienta para la reproducción del hombre.

 

Donna Haraway

 

Por el contrario, la naturaleza es un topos, un lugar, en el sentido de un lugar retórico o un tópico a tener en cuenta en temas comunes; la naturaleza es, estrictamente, un lugar común. Atendemos a este tópico para ordenar nuestro discurso, para componer nuestra memoria. Como tópico en este sentido, la naturaleza también nos recuerda que en inglés del siglo XVII los "topic gods" eran los dioses locales, los dioses específicos de determinados lugares y pueblos. Nos hacen falta estos espíritus, cuando menos retóricamente si no puede ser de otra forma. Los necesitamos, precisamente, para rehabitar lugares comunes, localizaciones ampliamente compartidas, ineludiblemente locales, mundanas, encantadas, esto es, tópicas. En este sentido, la naturaleza es el lugar sobre el que reconstruir la cultura pública. La naturaleza es también un trópos, un tropo. Es figura, construcción, artefacto, movimiento, desplazamiento. La naturaleza no puede preexistir a su construcción. Esta construcción se articula sobre un determinadomovimiento, un tropos o «giro». Fieles a los griegos, en tanto que trópos, la naturaleza tiene que ver con cambiar. Mediante tropos, recurrimos a la naturaleza como si fuera la tierra, la materia prima, geotrópica, fisiotrópica. Tópicamente, viajamos hacia la tierra, un lugar común. Al hablar de la naturaleza , pasamos de Platón y la estrella cegadora de su hijo heliotrópico a ver otra cosa, otro tipo de figura. No renuncio a la visión, pero con estas observaciones sobre los estudios de la ciencia como estudios culturales persigo algo distinto a la iluminación. La naturaleza es un tópico del discurso público en tomo al cual giran muchas cosas, incluso la tierra.

En este viaje hacia otra parte que pretende ser este ensayo, he prometido metaforizar la naturaleza mediante un artefactualismo implacable, pero ¿Qué significa aquí artefactualismo? En primer lugar, significa que la naturaleza para nosotros y nosotras está construida, como ficción y como hecho. Si los organismos son objetos naturales, es crucial recordar que los organismos no nacen; los hacen determinados actores colectivos en determinados tiempos y espacios con las prácticas tecnocientíficas de un mundo sometido al cambio constante. En el vientre del monstruo local/global en el que estoy gestando, al que se suele llamar mundo postmodemo, la tecnología global parece desnaturalizarlo todo, hacer de cualquier cosa una cuestión maleable de decisiones estratégicas y de procesos de producción y reproducción móviles. La descontextualización tecnológica es una experiencia cotidiana para cientos, e incluso miles, de millones de seres humanos, así como para otros organismos. En mi opinión, no es tanto una desnaturalización, como una producción particular de la naturaleza. La preocupación por el produccionismo que ha caracterizado gran parte de los estrechos discursos y prácticas occidentales parece haberse hipertrofiado en algo absolutamente prodigioso: el mundo entero se rehace al servicio de la producción de mercancías.

¿Cómo, ante tal prodigio, puedo insistir seriamente en que ver la naturaleza como un artefacto es una posición opositiva, o mejor, diferencial? ¿Acaso no es esa insistencia en que la naturaleza es un artefacto prueba de lo extremo de la violación de una naturaleza exterior y extraña para los arrogantes estragos de nuestra civilización tecnofílica, en la que, después de todo, fuimos educados empezando con los heliotropismos de los proyectos de la ilustración para dominar la naturaleza con la luz cegadora de la tecnología óptica? ¿Acaso no han empezado a convencernos las ecofeministas y otros radicales multi-interculturales de que la naturaleza no ha de verse de la forma en la que lo han hecho el produccionismo y el antropocentrismo eurocéntrico que han amenazado con reproducir, literalmente, todo el mundo en una imagen devastadora de lo Idéntico? 

Creo que la respuesta a esta importante cuestión política y analítica está en dos giros relacionados entre sí: 1) Despojarnos de las historias rituales de la historia de la ciencia y la tecnología como paradigma del racionalismo, y 2) Repensar los actores implicados en la construcción de las categorías etnoespecíficas de naturaleza y cultura. Los actores no somos sólo "nosotros". Si el mundo existe para nosotros como "naturaleza", esto designa un tipo de relación, un proeza de muchos actores, no todos humanos, no todos orgánicos, no todos tecnológicos. En sus expresiones científicas, así como en otras, la naturaleza está hecha, aunque no exclusivamente, por humanos; es una construcción en la que participan humanos y no humanos. La visión es muy diferente si partimos de la observación postmodema de que el mundo entero se desnaturaliza y reproduce mediante imágenes o se copia mediante réplicas. Este tipo específico de artefactualismo violento y reductor, en forma de un hiperproduccionismo practicado efectivamente a lo largo y ancho del planeta, pasa a ser impugnable en la teoría y otros tipos de praxis, sin recurrir a un naturalismo trascendental reconstituido. El hiperproduccionismo rechaza la agencia ingeniosa de todos los actores excepto del Uno; ésta es una estrategia peligrosa, para todo el mundo. Pero el naturalismo trascendental también rechaza un mundo plagado de agencias cacofónicas y opta por una identidad especular que sólo simula la diferencia. El lugar común de la naturaleza que busco, una cultura pública, tiene muchas casas con muchos habitantes que pueden refigurar la tierra. Quizá aquellos otros actores/actantes, los que no son humanos, son nuestros «dioses tópicos», orgánicos e inorgánicos.

 

Music Pink and Blue. Georgia O'Keeffe (1919)