Por Nicolas Pereyra
El calor de la mañana me quitaba fuerzas para casi todo. Saqué la vajilla que me regalaron en el casamiento y puse la pava. Pasé la escoba en el piso mugriento para descubrir más polvo que venía de quién sabe dónde. Un gato dio un salto en el techo y despertó a Nahuel, que se puso a llorar. Me quemé los dedos preparando la leche; me puse a mecer la cuna con un pie mientras le entonaba una canción. Dejé caer gotas de la mamadera en el dorso de la mano, apreciando la temperatura bajar lentamente. Una corriente de aire frío entró por la ventana y tomé un aliento profundo con olor a sal.
Después vino la lluvia; el segundo temporal grande este verano. Nahuel ya estaba más tranquilo, en cambio a mí me afectaba una angustia absurda. Papá nos visitaba todos los veranos, y él era un hombre de costumbres bien fijadas, así que ya debería estar por llegar. Sin embargo, yo guardaba esperanza de que eso no pasara, esta vez quería que estuviéramos solos los tres: mi hijo, mi marido Luis y yo. Me detenía a escuchar los crujidos de la casa y el ritmo de las gotas filtradas golpeando las cacerolas. Esperé en vano alguna señal del padre que siempre me traían las lluvias de verano. Después miré por la ventana directo al mar que se venía acercando a lo lejos. Esto ocurre también todos los veranos: llueve de tal manera que al monte se lo traga el mar. Los distintos pueblos y ciudades separados por kilómetros de ruta se conectan ahora por agua y, durante unos pocos meses, se vuelven puertos. Luis, que trabaja todo el año en la maderera del pueblo, se vuelve marino de estación, o así le llaman. Es un trabajo que paga tan bien como la carpintería, pero no lo hace por el dinero sino por la aventura. En un viaje anterior me había traído vestidos y joyas; aunque vendimos la mayoría todavía conservo un par de aros hermosos. También me cuenta sus historias: árboles que se desprenden y flotan frente al barco cuando menos lo esperas; gente de apariencia tenebrosa que cambia secretos por oro; una ciudad sin veredas donde la gente compite con los autos por el espacio. Ahí es cuando más lo envidio, yo que vivo enferma y no encuentro fuerza para salir.
El ruido de la camioneta me hizo levantarme sin pensarlo. Luis se había marchado dos semanas atrás. Fui corriendo a la puerta, deseosa de tomarlo en mis brazos, sentir su pecho donde llevaba consigo el mismo mar y zambullirme. Le abrí y ahí estaba él, sólo que distinto. Le noté la mirada ojerosa apuntando al suelo, la ropa destrozada y sucia, y en cada brazo un bulto envuelto que se movía. Eran bebés, un poco más chicos que Nahuel. Uno era moreno y nervioso, el pulgar fijo en la boca; el otro era pálido tirando a grisáceo, calmado y atento, se rascaba una mejilla dura y escamosa.
Le pregunté qué pasaba con esos niños, de dónde los había traído. No respondió. Volví a preguntar, asustada por su silencio, si eran huérfanos de algunos compañeros, si algo malo había pasado en el viaje. Al entrar a la casa y dejar a los bebés en la cuna rompió el silencio:
— Perdóname. Por favor, yo... Son míos. Son mis hijos.
Sin notar que levantaba la voz le pedí que deje de hacer bromas sin gracia. Era en serio. Me confesó que, en uno de los pueblos, el año pasado, cuando yo estaba aún embarazada, había conocido a dos mujeres. Continuó diciendo que en el último viaje se enteró que las madres habían muerto, que se sentía culpable y que reconocía su error. Le grité que cometió el mismo error dos veces, entre una mujer y otra tuvo tiempo de darse cuenta, pero no lo hizo. Comenzó a llorar, me rogaba otra oportunidad; se me acercó pidiendo un abrazo. Lo alejé de mí lanzándole insultos, el olor a mar que desprendía me produjo arcadas, mi marido me daba asco.
Por la puerta abierta entró un anciano encorvado, con lentes enormes que le agrandaban los ojos, llevaba un bastón en una mano, un paraguas empapado en la otra. Era mi padre. Sin darnos la menor importancia buscó un sillón donde descansar y arrojó todo su peso en él. Dejó tras de sí un camino de agua. Los bebés estuvieron llorando durante toda la discusión que tuve con Luis. Me acerqué a consolarlos y, en cuanto me vieron, los dos recién llegados guardaron silencio. Sus cuerpecitos tenían manchas rojas en las axilas, el más pálido dio una pequeña tos, el moreno tenía la frente muy caliente. Debían tener cerca de un año como Nahuel. Le dije a Luis que los bebés se quedarían hasta que él averigüe qué haría con ellos. Podría llevarlos a alguna familia próxima de sus madres. Mi marido ya se había calmado y estaba bebiendo un vaso de agua. Accedió a mi sugerencia. Le dije también que quería que se fuera por unos días ya que no soportaba verlo. Luis torció la cara en una expresión de ira. Gritó algo sobre poner el pan en la mesa, después sobre las ganas de estar juntos que venía juntando, hizo un movimiento con el vaso y lo estrelló contra la mesa. La sangre les salió a chorros. Estuvimos una hora cambiando vendas hasta controlar la herida. Luis insistió en quedarse, me tocaba las piernas. Le dije que definitivamente necesitaba tiempo para calmarme, y que él debería tomarse tiempo para pensar en lo que había hecho. Se quedó un momento viendo al mar y, con una expresión que me hizo estremecer, dijo que pensaría mucho y muy bien. Le pregunté antes de que se marchara si esos fueron los únicos encuentros que tuvo en el mar. Asintió, se despidió y partió en la camioneta. Entonces quedamos solos con mi padre y los bebés. Pensé que quizá a mi marido lo habían suplantado. Encontró una isla de dobles, lo asesinaron y un impostor vino a mi casa. Me sentí estúpida por esa idea.
La casa estaba quieta y la lluvia que golpeaba la ventana nos cubría a todos con un ruido blanco que daba ganas de dormir.
Los bebés no comían. No querían comer y por un tiempo no lo hicieron. Lloraban de hambre, pero, aunque les diera la mamadera o les acercara una cucharada de papilla cerraban la boca. Otra actitud extraña en ellos era la costumbre de quedarse quietos cuando los miraba. Siempre y cuando no los viera eran bebés normales, un poco enfermizos pero normales. Cuando me di cuenta de esto probé un experimento. Los dejé en el suelo con sus juguetes y se quedaron de piedra, mirándome con las boquitas abiertas. Me cubrí los ojos con las manos y escuché sus balbuceos y risas, sentí como uno de ellos me rozó el pantalón gateando. Retiré las manos de mi cara y nuevamente se quedaron quietos. El morenito me miraba sin pestañear y mordía un peluche. El pálido estaba detrás de mí dándome la espalda en cuatro patas. No podía verme y sin embargo sabía que yo a él sí, congelado como animal que se funde en el follaje.
Esa noche me despertó un lamento metálico proveniente del comedor. Era mi padre, estaba tocando la sierra musical, un instrumento del que se había enamorado cuando yo era niña.
En ese entonces me gustaba oírlo tocar, cuando también hablaba, cuando parecía un ser humano y no un fantasma condenado a repetir las mismas acciones. Eso era antes de que muriera mamá. Ahora es un hombre al que le quitaron las ganas de vivir. Mirar por la ventana, comer, repetir los paseos que hacía con mi madre y, en verano, visitarme y hacer cantar su llanto con la sierra; esa es la apenas vida que lleva ahora.
Papá tenía unos ojos acuosos y una expresión de decepción que llevaba como una máscara. Siempre esperó sacar a la familia adelante económicamente. Pero al enviudar esa responsabilidad me fue entregada. Me casó con Luis para no cargar con ese peso sola. En ese tiempo ya casi no hablaba, me trajo a Luis que era buen mozo y me quería. Parecía quererme, al menos, y en un pueblo tan chico no quería quedarme sola, así que acepté. Obviamente no funcionó, no fue tan fácil. Un bebé complica las cosas de sobremanera. Durante el embarazo papá se volvió lo que era ahora. No podía decírmelo, pero estaba segura de que su máscara de tristeza era culpa mía.
Un olor a podrido me sacó de mis pensamientos. Los chicos habían tirado el cesto de basura y estaban chupando las vendas que usó Luis. Corrí a quitárselas de la boca, gracias a su costumbre de quedarse quietos en mi presencia fue muy sencillo. Cargué con los bebés y los llevé a su cuna cuando me di cuenta de algo. La fiebre del moreno había disminuido y la mejilla del pálido perdió su dureza. Sin dudas fue la sangre. ¿De qué monstruoso lugar trajo Luis a esos pequeños, que debían beber sangre humana para alimentarse o se enfermaban?
Coloqué gotas de mi sangre a la leche, pero la rechazaron. Por alguna razón debía ser la sangre de su padre. Quité tanta sangre seca de las telas como pude y la mezclé con leche. Intenté darles la mamadera, pero aún no obedecían. Entonces cerré los ojos y sentí los movimientos de la botella, los siguientes eructos, mi propia tranquilidad ahora que sabía cómo alimentarlos.
Sin embargo, la tranquilidad no duraría. El verano y las lluvias se extendieron semanas de más. Ya era mayo y todavía hacía un calor sofocante y las calles se inundaban. Durante todo ese tiempo mi vida se volvió una repetición de cuidar bebés que no eran míos, evitar que Nahuel me vea llorar e ignorar el rostro cada vez más triste de mi padre. Luis no volvió. Sus compañeros del puerto me visitaron varias veces con su dinero y sus excusas. Comencé a tallar en madera para no perder la cordura.
Con cuchillo y cincel hice animales y barcos para los niños. Comenzaron a caminar y se llevaban muy bien con Nahuel. A todos les encantaba oír a su abuelo tocar la sierra, aunque a mí me daba demasiada tristeza, lo soportaba. Sólo tenía que cubrir mis ojos, así los bebés eran libres de vivir una vida más o menos normal. Me tapaba los ojos frente a mi familia y lloraba en silencio. Me imaginaba en el mar, con los niños, con mi padre, teniendo la vida que quería. Me maldije todos los días por mi falta de fuerza, por ser incapaz de tomar a los niños y marcharme para siempre, por tener miedo. En mis escapes imaginarios siempre terminaba cayendo sola al mar, mi cuerpo destruido por la presión.
Al acabarse las vendas ya no tenía forma de alimentar a los bebés. Se habían enfermado nuevamente, y yo, enloquecida, dejé mis manos hechas una muestra de carnicero intentando alimentarlos con mi sangre. La piel de ambos se endurecía, les salían escamas por todas partes; sin verlos, oía que se movían menos, se volvían de piedra.
En el peor día de tormenta, Luis volvió. Yo contenía a los niños que lloraban de hambre mientras papá, mirándome sin verme, tocaba su instrumento fantasmal.
Los primeros en entrar fueron unos compañeros de mi marido que cargaban cajas con comida, muebles y unos colchones. Después entró Luis, con la tez muy morena y oliendo a pescado. Detrás de él, dos gemelos, de al menos cuatro años, flacos y escamosos.
— ¿Qué significa esto? — dije temblando.
— Prometí que iba a pensar— dijo Luis haciendo pasar a los gemelos—. Y llegué a la conclusión de que sacrifiqué demasiado por nuestra familia, pero vos no lo aprecias.
— ¡Dijiste que no habías visto más mujeres!
— No grites. No vi más mujeres. Estos son mis hijos de antes de casarnos. De una chica que conocí mientras salíamos.
Papá hizo un sonido espantoso con la sierra, la cuerda del arco se había roto.
— No te reconozco- dije—. ¿Cómo fuiste capaz de ocultarle algo así a tu esposa?
— Hay mujeres y mujeres— dijo Luis con una risa—. Unas para esposas y otras para amantes. ¿O no muchachos?
Los hombres que había traído Luis rieron con él, luego se marcharon. Me pregunté dónde quedó el hombre que lloró la primera vez que lo confronté. Seguramente fue otra mentira, esperaba que le tuviera lástima y lo perdonara fácilmente. Él siguió hablando sobre los cambios que tendríamos que hacer. Dijo que la temporada de lluvias seguiría y podría hacer más dinero que nunca, y que yo tendría que aprender a sacrificarme tanto como él.
Papá se había acercado a Luis sin que lo notáramos. Le dio un abrazo y mi marido se quedó de espaldas a mí.
— ¿Qué le pasa suegro? No es propio de usted- dijo Luis preocupado.
Mis ojos se encontraron con los de mi padre, dos cavernas marítimas llenas de oscuridad. Su expresión de tristeza no había cambiado en nada. Hacía mucho tiempo que olvidé el sonido de su voz. Aun así, ese anciano condenado al silencio carraspeó, infló el pecho, se humedeció los labios. Vi en su mano uno de mis cinceles, el mango apuntaba en mi dirección.
— Mi culpa— dijo finalmente—, es mi culpa.
Tomé el cincel y me abalancé sobre mi marido. Enterré la punta de metal en su pierna y lo tiré al suelo. Allí le abrí un tajo en la mano con la que intentó agarrarme del cabello. Le abrí un agujero en cada hombro, evité hacerle daño en la cara o puntos vitales. Luego di varios pasos hacia atrás y dejé caer mi herramienta. Cerré los ojos, sintiendo el calor de la sangre en mis manos sobre la cara.
En la oscuridad escuché un chillido y unos gritos, después los pasos de una carrera. Unos animales hambrientos se arrojaron sobre el cuidador que les negaba su alimento. Me imaginé en el mar, con mi padre y Nahuel. El viento nos llevaba cada día más lejos, y cada noche de sueño nos olvidábamos más y más del lugar de donde zarpamos; tanto así que si nos preguntaban de donde veníamos la respuesta era que nacimos en el mar.
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Nicolás Pereyra, soy de Resistencia, capital de la provincia de Chaco, Argentina. Actualmente me encuentro estudiando Licenciatura en Filosofía, con intereses en Filosofía del Lenguaje y Política.