Frilled Lizard

Fritz Goro

 

 

Por Diego Andreu

 

I

 

—¿A ti te gusta eso, Rosita? 

     —¿Qué cosa, señora?

María Eugenia, viuda de un uniformado partícipe de la Junta Militar durante la dictadura de Augusto Pinochet en Chile, veía televisión en la amplia sala de estar de su casona ubicada en la comuna de La Reina. De repente, se detiene en un canal que transmite contenido erótico. La pantalla muestra a una pareja que, luego de un rato, está intimando. En primerísimo plano se ve cómo la mano del sujeto tira del pelo de la mujer. 

     —Eso po', ¿Ves? No me digas que ahora necesitas un aumento para comprarte lentes. Ya pue', ¿Te gusta eso o no? 

Rosita, empleada de María Eugenia, está inmóvil detrás de la mampara que da la entrada a la sala de estar. No tiene más trabajo por el día de hoy, pero, como todos los viernes, su jefa se ha emborrachado y le ha dicho que le pagará el doble de la jornada si se queda hasta que ella se duerma. Rosita tiene un hijo y vive a una hora y media de su trabajo, en la comuna de San Miguel. Para llegar a su casa tiene que tomar micro, metro, y micro otra vez. Como el metro cierra a las 23:00 hrs., debe quedarse a dormir en la casa de su jefa. Su hijo es cuidado por una vecina. 

     —No... no sé, señora. No creo.

     —Ya, pero no te hagas la santurrona tampoco, pue'. Aquí, entre mujeres, ¿Te gusta que te tiren el pelo mientras te lo meten?

     —No sé, señora, me incomoda un poco la pregunta. Disculpe. 

     —Pero responde, por la mierda. Quiero que me converses. ¿Crees que te pago extra para que te quedes ahí parada y me sirvas whisky cada cinco minutos? O sea, sí, pero necesito que me hables también... Tú no entiendes esta soledad, eso es lo que pasa, porque siempre están juntos y apiñados ustedes los pob...

El momento se torna más incómodo de lo habitual. Rosita, a pesar del terrible y ofensivo discurso que profiere su jefa, se mantiene con una sumisión y serenidad increíble. 

     —Me voy a dormir. Mañana vete a la hora que quieras. Buenas noches. 

     —Buenas noches, señora.

Todos los sábados en la mañana el hijo de Rosita la espera con el desayuno preparado. Raquel, su vecina que le ha ayudado a cuidar su departamento y a su hijo durante tanto tiempo, duerme en el sofá y por lo general desayunan juntas cuando ya comienza el día. Esta vez, Rosita le ha contado a Raquel el desatino de su jefa. 

     —Siempre tiene arranques esa vieja culiá' —comentaba Raquel.

     —Pero ayer fue distinto. Estaba realmente triste, como fuera de sí. Si no veía tele, miraba el piso y revolvía su trago con su dedo largo y huesudo. Hasta me daba pena. 

Matías era el nombre del primogénito. Había nacido el 2006 y su padre, actualmente ausente, le colocó ese nombre en honor a Matías Fernández, aclamado jugador del futbol chileno de esa época. En plena adolescencia, y con justa razón, ya deliberaba muy rabiosamente contra la jefa de su madre. Un día, harto de la situación, planeó un asalto a aquella mansión en La Reina. 

Para lograr su cometido, Matías tenía que contar con la ayuda de su gran amigo Carlos. En vez de mandarle un mensaje o llamarlo, fue directamente a su casa, y para llegar había que pasar por el Zanjón de la Aguada. Allí, bajo el sol de la capital, sucumbió ante sus emociones y lloró. Pensaba que tal vez no estaba bien llevar las cosas a este punto, que quizás el destino o Dios se encargarían de poner todo en su lugar. Se sentó cerca del Zanjón y se encontró una pequeña lagartija, con un llamativo lunar rojo que llevaba entremedio de sus ojos. La observó bastante rato y sintió que la lagartija había, de cierto modo, conectado con su mirada. 

Matías siempre fue bueno para cazar moscas. Era una habilidad desarrollada hace algunos años, en aquellos tiempos en que asistió a un taller de boxeo infantil en la sede vecinal de su población. Lo que más le gustaba era practicar atrapando moscas para volverse más rápido y certero en sus golpes. Así, sin mucho esfuerzo, atrapó una, la atontó agitándola en su mano y se la acercó a la lagartija. Esta, con su mirada, perdida pareció pensar algo durante dos segundos antes de acercarse al insecto y devorarlo. 

Matías quiso dejar atrás la escena con el reptil y avanzó un par de metros. Pronto se llevó una gran sorpresa cuando, al mirar que los cordones de sus zapatillas estaban desabrochados, casi pisa a la lagartija. Lo estaba siguiendo. Pensó que sería bueno adoptarla y buscó entre un tacho de basura una botella de plástico. Escogió una de agua mineral y la hizo entrar ahí, mientras desistía de la idea de ir a ver a Carlos. El plan podía seguir otro día: ahora se devolvía a su hogar con su nueva mascota. Durante el camino, Matías sintió algo en los costados de su cabeza, y muy profundamente, como si fueran directo en el cerebro. Pero no le llamó mucho la atención. 

Ya en el departamento, buscó en internet cómo alimentar a una lagartija. Abrió una banana y le dio la mitad. Ella comió un poco y luego se quedó quieta, cerrando lentamente los ojos. Matías pensó que le había hecho daño por darle de comer algo que no le correspondía. Esto me viene muy bien —sintió en los costados de su cabeza. Te lo agradezco mucho —añadió. Matías asimiló la situación rápidamente, sin extrañarse. De cierta manera, pensaba que estaba haciendo una buena acción, y se sentía muy bien con ello. Luego, pensó en contárselo a su mamá, pero se le ocurrió que ella lo llevaría al psicólogo. O lo encerrarían. Estaba consciente de que era un suceso anormal, pero quería aceptarlo y vivir así.

La lagartija ya llevaba más de una semana en la casa. Rosita tenía conocimiento de su existencia, mas no de la relación que entablaba con su hijo. Por esos días la problemática con el trato de su jefa había aumentado. La última vez, en un ataque de histeria, según le contó a Raquel, María Eugenia había lanzado su trago contra los pies de Rosita. Ella, muy ágilmente, logró esquivarlo, pero no fue muy lejos que el vaso reventó en mil pedazos, generando incluso que trajera trozos de vidrio al departamento porque habían quedado entre su ropa. Matías escuchó la historia desde su habitación. Sentía una rabia inconmensurable. Le contó a su lagartija, con quien las conversaciones ya eran más fluidas, y esta le aconsejó que no llevara a cabo su antiguo plan de asaltarla. 

Sería mejor que la mataras —le dijo. 

 

II

 

Días después, y luego de un plan extremadamente sofisticado elaborado por la lagartija, ella y Matías lograron cometer el asesinato. Hacían dos meses desde ese entonces y la policía aún no lograba dar con el paradero del cadáver: la astucia del reptil había guarecido exitosamente el cuerpo de María Eugenia en un sitio abandonado, un ex restaurant de la comuna de Lo Espejo que contaba con una nevera industrial. 

Matías había entrado en un estado de ánimo muy taciturno desde entonces. Sin embargo, su madre no había podido notarlo del todo, ya que los primeros meses fue una de las principales interrogadas por el asesinato y luego se concentró en encontrar un nuevo trabajo, cosa que no le estaba resultando fácil. 

La rutina de Matías era ir al liceo, interactuar muy someramente con sus compañeros y luego, al salir, visitar el restaurant abandonado. Con una mascarilla y unos guantes quirúrgicos, abría la nevera gigante y revisaba el cadáver de María Eugenia. Aún tenía manchas de sangre que chorreaban por sus oídos cuando la mataron. Ahí Matías, luego de examinarla, la saludaba, como se lo había impuesto la lagartija. 

     —Es algo que no podemos dejar de hacer —decía—. Es nuestra manera de ser respetuosos, a pesar de que lo que hicimos fue por un profundo sentimiento de venganza y ajusticiamiento. 

La lagartija sólo aparecía en la escena cuando Matías abría la nevera, nunca antes. Siempre venía de lados distintos. A veces se dejaba caer desde el techo y otras se incorporaba por debajo de las instalaciones abandonadas, con un semblante de desgano, como quien despierta de una mala siesta. Ya no acompañaba a su dueño a todas partes y pasaba la mayor parte del día en aquel tétrico lugar. 

Muy raramente Matías demostraba sus emociones. Su presencia casi imperceptible lo llevaba a actuar muy automáticamente. Eso hasta un día que, después de visitar a María Eugenia y de estar con la lagartija, estalló en llanto en cuanto llegó a su hogar y se encerró en su habitación. Su madre, al escuchar sus sollozos por culpa de lo delgadas de las paredes, no pudo evitar pensar que aquella pena se debía a la mala situación económica que estaban atravesando. Sintió una impotencia tremenda y, cuando su hijo ya llevaba más de dos horas dormido, se encerró en el baño. Matías nunca despertaba entremedio de la noche. Rosita tomó un espejo de bolsillo que guardaba en el botiquín y luego lo dejó en el suelo para pisarlo y partirlo en dos. Tomó un trozo y mientras le temblaban las manos se miraba con los ojos llorosos las venas más visibles de su brazo izquierdo. Nada parecía tener solución, y la idea de desangrarse y abandonar la vida en una sensación gradual de pérdida de consciencia parecía mucho mejor escenario. 

     —¿Y tu hijo? Despertaría mañana y al venir a orinar te encontraría aquí muerta. ¿Eso quieres? —sintió que decía una voz en la sien de su cabeza. 

Rosita entró en pánico y al ver la alcantarilla de la ducha se encontró con la lagartija. Recordó vagamente que Matías tuvo una de mascota hace un tiempo, pero como nunca le prestó mucha atención no pudo darse cuenta que era la misma, con su distintivo lunar rojo entremedio de los ojos. 

     —Sí, podemos conversar —le dijo amablemente la lagartija, con un tono que logró tranquilizar inmediatamente a Rosita. 

Ambos lograron tener un diálogo muy relajado durante varios minutos. Rosita se sintió escuchada y pudo contarle a la lagartija todo lo que sentía, desde los sucesos más recientes de su vida hasta los más recónditos y tristes recuerdos de su infancia. 

     —Te ha tocado duro, en tu vida hay mucha injusticia —opinó finalmente la lagartija, siempre serena—. Lo que yo haría —continuó—, es tratar de equilibrar la balanza, al menos en las cosas que han pasado últimamente. ¿Contra quién tienes más rabia ahora? 

     —Contra la persona que me dejó sin trabajo —respondió Rosita, sintiendo aún en el pecho el llanto de su hijo. 

La sugerencia de la lagartija fue, nuevamente, la vía del asesinato. A Rosita, aún dentro de sus principios católicos y siendo temerosa de Dios, le pareció una buena idea, principalmente por la satisfacción inmediata que le produciría. La lagartija le ofreció cometer el crimen, para que ella no se ensuciara las manos. Rosita le agradeció sin abrir los labios, de manera telepática, misma forma que utilizaba Matías para comunicarse con el reptil. Luego, pudo irse a dormir más tranquila, con una sonrisa que hace mucho tiempo no se esbozaba en su rostro. Recogió sin apuro los pedazos rotos de su espejo y los botó en el basurero. 

El día siguiente parecía que toda la comuna de San Miguel había escuchado el mismo grito. Aquel sonido desgarrador provenía del departamento de Rosita, quien después de varios minutos tratando de despertar a su hijo y preguntándose desesperadamente por qué tenía sangre saliendo de sus oídos, no atinó a hacer otra cosa más que gritar desde su alma el nombre de Matías, sin poder aceptar que había amanecido sin vida. 

 

Sin nombre

Friz Goro

 


Diego Andreu (1995) es oriundo de la comuna de Recoleta, en Santiago de Chile. Es egresado de la carrera de Pedagogía en Castellano en la UMCE (ex Pedagógico). Ha incursionado en la poesía y, recientemente, en la performance y en la narrativa. Forma parte del colectivo artístico Piño Choroy. Ha publicado las plaquettes de poemas Domingo de Ketoprofeno y Estrelación, bajo el pseudónimo de Diego Amapola. En el 2021 es seleccionado como becario del Taller de la Fundación Neruda. Actualmente cursa una pasantía de Magisterio en Educación Primaria e Infantil en la Universidad Pública de Navarra, España.