Por Constanza Fernández Navarro

Un verso calmo y una banda sonora con guitarras en distorsión. Tríada, poemario de Francisca Pérez Morales que vio la luz recién este año por Overol, emprende en su epígrafe un extracto de la canción Monkeys Gone to Heaven de Pixies. Con la canción, el libro introduce la estrechez entre diferentes disciplinas: la ciencia, las matemáticas, la música, la poesía. Esta estrechez, que culmina con “Teoría de cuerdas”, devela el equilibrio en el cual se compone el poemario. Las páginas contienen desde poesía de la información, haikus, la exploración de la imaginación, hasta poesía más narrativa, como “Ícaro y Dédalo” y la polifonía de voces.

La madre, el padre, el hijo; el hombre, el diablo, Dios; la trinidad, un triángulo deformado en mandorla: “…dibujo triángulos con papilas rotas / primero una línea horizontal / luego dos oblicuas que salen de sus puntas / para unirse al centro / Introduzco mis dedos en la vulva de Magdalena… / placer culpable de imaginar un barco / en el muelle de nuestras piernas” (11). Esta es la almendra mística que conduce al tacto con lo sagrado; un lugar de extrañamiento, un puente hacia lo divino. En este caso, la mandorla está profanada; devela una relación compleja respecto al padre y a Dios por los recuerdos de la infancia y juventud que se interponen y cuentan acerca de la sororidad entre mujeres. Un camino de la diferencia fuera del canon y de las escrituras sagradas; es decir, un camino de la experiencia: “…hay una virgen de cerámica muerta / hay una mujer desaparecida de por vida / como detenida desde el segundo en que dio a luz / como drenada en el tiempo que no debió vivir” (38).

 

Tríada. Francisca Pérez Morales. Ediciones Overol.

 

La voz tiende a la metamorfosis o a la hibridez de este camino: nacer del padre, mujer pájaro, la mujer casa, la parásita que es ella misma. Estas imágenes dan cuenta de la complejidad de la trinidad. Un padre no es solo un padre, de la forma tradicional, sino que, en este caso, está dislocado hacia una conexión más oscura. Dios también se encuentra en aquella oscuridad, pues ambos son creadores de parásitos, de niños “que eclosionan / al tomar once” (14). El mundo de los niños, entonces, es desolador; y está desolado justamente por lo opaco que pueden resultar las relaciones familiares. Las mujeres híbridas también comprenden su origen desde la opacidad de la marginación: "…una anémona se alimenta de lo que caiga / se reproduce / y sirve de hogar para otros seres" (39). La mujer casa tiene parentesco con el Dios creador, por lo que lo desafía y lo posiciona en lo prescindible; un Dios que no ha salvado a los niños y que mantiene al mundo (del poemario) en un desequilibrio que, con estas diferentes figuras –como la mujer–, se equilibra fuera de la regla. 

La madre y el hijo son la línea base del triángulo unida por ambas aristas: “La tercera cuerda está escrita con el objetivo de matar al padre” (65). El poemario aniquila la cúspide, indaga en una diferencia no justificada del esencialismo femenino, es decir, en su contraparte: para llegar a la diferencia no se debe ir hacia adentro, sino que se necesita apuñalar lo que hay afuera: al padre, luego, rotar el triángulo. La mandorla, entonces, será la que se posiciona como “creador”, y es ahí mismo donde habita y se recupera el equilibrio histórico de la diferencia.

Para leer Tríada, entonces, es necesario permitir el cruce de la opacidad en la vista, invertir la hoja, leer desde lo que no se dice, y desde el extrañamiento que funciona como contraparte de lo establecido. 

 

Francisca Pérez Morales