Serafín de seis alas

Mikhail Vrubel

 

Por Samuel Velásquez

 

I

Hace una década solía ir de vacaciones a Coquimbo. Mi abuela vivía más allá de la línea divisoria entre las poblaciones y el campo. Un territorio, por un extremo, peinado por senderos sin vegetación por donde los cabreros pasaban a caballo periódicamente; por el otro, los sitios eriazos, las acumulaciones de basura junto a los campamentos donde era frecuente ver drogadictos convulsionando por los efectos de la pasta base. La vida en esta zona alejada era precaria, no había agua potable y la luz era compartida por toda la comunidad. El camión de la basura tampoco pasaba, a pesar de lo cerca que se encontraba el vertedero. Recoger los deshechos era una tarea que mi tío no tuvo problemas en asumir, pues tenía una enorme camioneta vieja. Los límites del basural no estaban claros, montones de mierda se extendían hasta los campamentos periféricos de la ciudad. El horror de estas locaciones resultó ser, para mí, más dulce que las mansiones y los castillos del terror gótico.

Cerca del basural había un agujero donde con cierta malicia arrojábamos nuestros desechos. Debió ser tremendamente hondo, pues en una ocasión tiramos un neumático encendido y el chiflido que escuchábamos desapareció varios segundos después en la lejanía, sin chocar con una superficie. Este sitio siempre despertó mi desconfianza. A juzgar por su verticalidad, no era la entrada de una mina; por su profundidad y anchura, no parecía ser un pozo. 

No dudo que el primer testamento era el favorito de mi abuela, pues centraba en el castigo y los demonios toda su atención. Me contaba que antes el valle estaba maldito, pero que la cruz que hoy aguarda sobre el cerro expulsó a los malos espíritus.

 

II

Todos los días, a eso de las siete de la mañana, me ponía los audífonos, preparaba algo para comer y salía a caminar por los basurales o por los cerros. Una mañana, un macho cabrío enorme salió a mi camino, su tamaño era como el de un caballo y sus gritos eran demasiado similares al de una mujer horrorizada como para diferenciarlos. Hay quienes piensan que la impresión me hizo ver un monstruo, pero debo aclarar que en muchas ocasiones visité las cabrerías y pude ver a los animales que ahí habitaban, así que no eran desconocidos para mis los carneros.

Una noche el caballo de mi primo no regresó, así que nos internamos en los cerros a buscarlo, cagados de miedo, porque hace cuatro días, cerca de ahí, un puma había matado dos cabras. Curiosamente no fue un rugido felino lo que congeló mi espalda, pues los silbidos que daba mi primo, en un momento, fueron respondidos por la oscuridad del campo sin luna. Mi primo comenzó a rezar. 

      —Andan personas por allá. Capaz que te estén robando el caballo los cuatreros —le dije.

Mi primo se giró hacia mí, su rostro era una superficie sin rasgos, la oscuridad le hacía parecer un fantasma. Me habló con un tono seco, pero al borde del llanto.

     —Es el diablo, el diablo es el que silba desde el campo.

Por la oscuridad no pudo ver mi cara de incredulidad, aun así, casi caigo al suelo cuando comenzamos a escuchar un ruido por el sendero. Desde la oscuridad emergió el caballo caminando tranquilamente.

Otra noche, mientras veíamos películas en la casa de un tío, mi prima chica comenzó a llorar en silencio. Mi primo la abrazó y comenzó a preguntarle qué le ocurría, la respuesta nos paralizó.

      —Está el cuco en el techo

      —¿Cómo es? —preguntó mi tía.

     —Tiene unas alas muy grandes y la cara alargada.

     —Tiene mucha imaginación —dije, pero fui desafiado de inmediato por mis primos.

     —Anda a revisar.

Claramente no fui. La situación me dejó en estado de alerta varias noches.

 

III.

Recuerdo a Don Tachín. Era un viejo cabrero solitario que tenía una casucha en el cerro. Su rareza no se debía tanto a su cara con escamas coloradas, como si padeciera psoriasis. El sujeto apestaba a algo que la falta de baño no alcanzaba a explicar. Era un olor enfermante, terrible. Solo puedo compararlo con el espantoso hedor de la muerte que tuve el privilegio de sentir años más tarde cuando trabajaba en la carretera. Vi como el cuerpo descompuesto de un perro explotó hinchado por los gases. La piel se hallaba tirante, al ceder lanzó al costado sus tripas en movimientos ondulados, como una serpiente roja y húmeda que se asoma e intenta entrar. En el aire se hallaba el olor exacto de Tachin.

A mi primo parecía no molestarle esta característica y eran muy buenos amigos, usualmente se quedaba en las noches con él, quien solía hacerle regalos, un cerdo entero, cabras, etc. Quien sabe quizá era la única persona que lo acompañaba, para mí, sin embargo, sospechaba de algo tremendamente turbio gestándose ahí. Una vez bromeando le dije que Tachin se lo estaba “sirviendo”. Me arrepentí inmediatamente de decir eso cuando una mueca de amargura oscureció la cara de mi tío, la sospecha no era exclusivamente mía.

 

IV. 

Una pesadilla recurrente me azuza, un agujero, del cual una pestilencia insoportable emerge, una criatura alada, cuerpo de mujer con cabeza y patas de macho cabrío, me pide con la dulce voz de mi madre que quite la cruz del cerro. Adormecido, mi juicio no nota la falta de respeto de este demonio al usar la voz de mi madre, desaparecida hace años de mi vida. Hipnotizado por sus suaves palabras y su olor a mentitas, atiendo a su llamado. El sueño se vuelve tortuoso mientras subo nuevamente los cerros hasta la cruz. Una vez puesto en el suelo el madero, la criatura entra en la cueva y deja sus huevos lejos de la mirada de Dios. Pero un horror inexplicable me inunda siempre en este punto, levanto entre suplicas la cruz en su sitio, entonces los chillidos estridentes del monstruo mueven la tierra y revuelven mis entrañas despertándome. 

Cuando pasa el camión de la basura y su maquinaria mastica, entre crujidos y chirridos estridentes, oigo un suave arrullo. Apenas el demonio se metió en la cueva, puse la cruz en su sitio y tapé el agujero con la basura de todo el pueblo. Ahora, solo una sombra de esa bestia puede salir, pero, aun así, logra atormentarme lo suficiente como para no dormir. El hedor de la muerte inunda todo y entonces sé que aquella pesadilla terrible vendrá por mi esta noche.

 


Samuel Ignacio Velásquez (Valparaíso, 1994). Estudiante de Pedagogía en Castellano y Comunicación en la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. Ex-electricista y soldador. Dice valerse de la escritura a modo de purgación para esos años de crisis vocacional, plasmando su visión morbosa del mundo.