Por Alejandro Benjamín Laurentti 

1954

Antonio Genaro limpia los restos de comida que han quedado sobre la mesa caoba, la mesa que construyó su padre con madera, que hizo traer del norte argentino en uno de sus viajes. Los objetos son, de alguna extraña manera, los únicos habitantes de la casa después de él, objetos inanimados y acompañantes fieles. Sobre el hogar, construido a medias con ladrillos de barro y que no pudo ser usado jamás, descansan dos objetos heredados por sus padres: una pequeña piedra de color transparente, parecido al vidrio, que tiene tallado en uno de sus lados un ojo. Ese objeto, según su padre, había pertenecido a un familiar que, en su larga lista de antepasados, se jactaba de poseer tanto españoles como indios, como negros, como criollos. De alguno de ellos lo había heredado, aunque nunca decía de quién. El otro objeto, una pequeña pepita de oro con forma de corazón dentro de una pequeña caja de lata, la cual había sido un regalo de su madre traído de Europa. “Cuantas veces se me habrá ocurrido vender esas porquerías y al final no lo hice”, susurra para sus adentros, lleno de nostalgia y de rencor.

Limpia los restos de comida de la mesa de forma tosca y se limpia la boca que, además de la mugre de varios días, está plagada de vellos. La barba le cubre ya casi todo el rostro. Hace al menos un año que esta así: dejado, abandonado, solo. Hace también por lo menos un año que no ve a su hija, la mayor, tampoco a su hijo, casado con esa joven venida del Perú que le regaló el tapiz. “¿Por qué? ¿Por qué me regaló el tapiz si me odiaba?”, rebusca Antonio en su memoria, mientras recuerda, con el tono de voz exacto que utilizó la peruana el ultimo día que lo vio, lo que le dijo: “Viejo malo, perverso, don nadie, ni a sus hijos cuida”. Los ojos se le enrojecen de ira, pero también se le llenan de lágrimas. Golpea la mesa, furioso, preguntándose de nuevo qué hizo, por qué ahora está solo. Nunca fue un mal padre, todo lo contrario. La peruana, la peruana no lo quería, pero porque algo tenía, algo perverso, endemoniado: el alma...

Antonio se rasca la barba. Durante un rato largo se queda en la misma posición, mirando los objetos sobre la chimenea. Se seca las lágrimas y se mira las manos mugrientas. “¿Ya seré abuelo? No importa, tampoco estoy seguro de que quieran verme. Si soy un mal padre, un viejo malo, perverso”, se dice. Su mente está llena de pensamientos oscuros, maltrechos. Se levanta de la mesa y va hacia el baño, con la sola idea de mirarse al espejo. Parece mentira, no se reconoce, es increíble. Algo le hicieron, algo hay dentro de todo ese lugar que no le cierra para nada. Para él ha pasado más de un año de la última vez que vio a sus hijos, sin embargo, no recuerda nada más allá de lo que hizo esta mañana, cuando se despertó tirado en el sillón con un plato de fideos hervidos sobre la panza.

Entonces, el hombre vuelve hacia el comedor y se queda petrificado frente a la mesa, completamente ennegrecida por la suciedad. Mira el desastre de la cocina, como si por ahí hubiera pasado un batallón de cocineros dispuestos a darle de comer a mil comensales, sin haber limpiado ni acomodado nada después. Ni siquiera recuerda haber tenido tantos platos, tantos cubiertos, tantos vasos, pero están ahí, sucios, llenos de moho, rotos, cubiertos de comida vieja.

No reconoce su propia casa, ni su comedor, ni su cocina. No tiene ni idea cómo fue que llegó a vivir así, de esa manera. Intenta volver la mente atrás, husmear en sus recuerdos las razones de desastre, pero no las encuentra. Es como si, de un día para el otro, todo hubiese cambiado. El sillón, que no puede ser menos ni estar absuelto de las circunstancias, está lleno de migas, de mugre, de cosas. El piso está aún cubierto de barro. Ahora, además de ser un perverso, un malvado, un padre inservible, también es un viejo sucio. 

No tiene mujer que le haga los quehaceres de la casa y tampoco él los sabe hacer. “Tengo que agarrar un trapo, mojarlo y pasarlo por el piso, no es tan difícil”, se dice para sus adentros. Pero sí lo es, sí lo es. La última vez que se encargó del piso quedó todo embarrado y aún está así, de la misma manera, como si la humedad no lo dejara secarse o las ventanas estuvieran cerradas con candado y no pudiera abrirlas para que entre un poco de aire. No sabe limpiar, no tiene ni idea. Así lo criaron, así se comporta y está solo.

El tapiz lo mira de reojo, le sonríe, le susurra, lo ve ir y venir. Se siente divertido. Le provoca gracia toda la situación. Antonio siente su mirada, no es tonto, la caricia que le provoca aquella mirada clavada en la espalda le da escalofríos. Sabe cuál es el momento exacto en el que está siendo observado. Trata de no prestarle atención, de no llevarle el apunte, para ver si por lo menos así lo hace enojar y deja de molestarlo de una vez. El tapiz, que sabe exactamente lo que Antonio hace, después de clavarle la mirada, de hacerlo sentir incómodo y de susurrarle algunas incongruencias comienza, como cada día, a lanzarle acusaciones. A maldecirlo, a insultarlo en quechua.

     —Asnaq, aka miku, chichu, chinaylu... —le dice el tapiz.

Antonio no va a permitir que lo ninguneen, mucho menos un tapiz hediondo traído del Perú. Camina hasta la cocina, con los ojos llenos de sangre, con su mano temblando de ira. Agarra un cuchillo de los que están metidos entremedio de la mugre, los platos sucios, y volviéndose hasta el comedor se lo revolea con fiereza al tapiz. No alcanza a darle. Ahora maldice él, enojado. Ya perdió la cuenta de las veces que le lanzó cosas a ese malnacido. 

     —Asnaq, aka miku, chichu, chinaylu... —le dice el tapiz de nuevo, pero esta vez clavándole los ojos directamente y riendo, riendo maliciosamente, divirtiéndose por toda la situación.

Autorretrato definitivo. Jorge Eduardo Eielson (1985).

 

El tapiz siempre se las arregla para hacerse a un lado, para sortear el objeto. Antonio ya ha perdido la cuenta de las veces que le erró, sí, pero de cuántos le ha pegado, de cuántos objetos revoleados con bronca han dado en el tapiz. Esa cuenta está bien clara, sigue siendo cero. En el piso se pueden ver los cubiertos, algunos platos rotos, cuchillos incrustados en los muebles, pedazos de comida. Parece la casa de un indigente, pero el tapiz, el tapiz brilla por la limpieza que posee. Brilla y se burla del viejo por estar tan limpio.

Ponte a comer, como haces todos los días, viejo sucio. Y la voz es tan clara, pero tan clara que Antonio desearía que hubiera alguien cerca para que escuche, para que vea que en realidad no está loco, ni oye voces, sino que realmente es un tapiz al que no le puede asestar golpe, que alrededor de toda la suciedad está limpio, impoluto, brillante, sin un sola mancha.

“La limpieza, eso, la limpieza. El malnacido está limpio”, piensa Antonio, que por primera vez en tanto tiempo logra aclarar un poco la cabeza, pensar más detenidamente y hacerse las preguntas correctas. Carraspea, como una manera de despejar la mente y trata de que su ira desaparezca, de no sentir más el enojo que lo engulle. Ya sabe cuándo comenzó todo aquello, sabe cuándo fue que las cosas comenzaron a salir mal. La peruana, la mulata tiene la culpa, ella lo odia, por alguna razón lo odia. Desde el primer día, Antonio le dijo que no era mujer para él, para su hijo, pero los jóvenes gustan de tomar decisiones llevándole la contra a su padres y se casaron. La tuvo que aceptar, sí, pero siempre intentó hacerlo bien, de manera educada, para que su hijo sintiera su apoyo, porque la felicidad de él era lo primero.

Pero ella, ella se dio cuenta, aunque Antonio la tratara casi como a una reina, se dio cuenta de su pecado. Bastó que lo mirara una sola vez, de reojo, cuando lo conoció, para que se diera cuenta de que algo raro había con esa unión. Fue entonces que le regaló el tapiz, ese hermoso entelado hecho a mano de finos hilos de colores, traído directamente de Perú. Trató de seguir siendo amable, pero eso no alcanzó, por eso usó sus poderes de bruja, algo le hizo al viejo. Al poco tiempo, los hijos dejaron de hablarle, dejaron de llamarlo, no lo fueron a visitar más. La casa comenzó a llenarse de mugre, de suciedad. Los platos, aunque no los usaba, comenzaron a acumularse en la bacha, al igual que las ollas, los cubiertos. La heladera se vació y se llenó de retazos de comida pudriéndose, con mal olor, con musgos y hongos, aun cuando Antonio no recuerda haber comido nada más allá del día anterior. Casualmente, lo único que recuerda son las discusiones con el tapiz y la cantidad de veces que le arrojó algo sin poder darle.

     —¡Tapiz del demonio! —le dice el viejo maltrecho mientras le clava la mirada, como invitando a que, lo que sea que lo posee, se haga presente de una vez—. ¡Vos sos el culpable de todo este desastre!

Los finos hilos que decoran el entelado, que presumiblemente representan un paisaje típico del Perú, repleto de colores y montañas, comienzan a mutar, decolorándose. Las maderas que lo sostienen se cuartean, la tela se desgarra y se opaca, las nuevas figuras comienzan a surgir de la oscuridad. El tapiz se hace presente porque, por primera vez, Antonio lo desafía, lo descubre, sabe que es el culpable.

Una a una van apareciendo las figuras: una especie de dragón de vellos largos, casi plumas, con ojos multicolores, grandes colmillos por fuera de la boca y orejas puntiagudas, como representando al dios de la muerte Supay. El tapiz se vuelve a retorcer; de entre los colores se yergue la figura de una mujer mitad serpiente, Hurkaway, que vive bajo tierra en la humedad esperando la sangre de los que caen. Y uno más, uno más decora la maltrecha figura del entelado que antaño pareciera hermoso, pero que ahora se va cubriendo de manchas derruidas, con la tela rota y sucia. Pachacamac, quien parece llevar una corona en semicírculo sobre la cabeza, el dios devorador de niños, causante de los terremotos y las sucesivas destrucciones de la tierra. Uno a uno aparecen, sonriendo, burlándose del viejo, que parece vibrar de locura y de ira.

Afuera, bajo el sol de la tarde, comienzan a susurrar las calles y se oyen los pasos de las multitudes. Las voces, el canto, los gritos felices arremeten como una sola voz, potente. Una larga fila de personas en peregrinación, con el padre José Luis de Murueta por delante, se lanza en comitiva a la inauguración de la imagen del Cristo redentor, que se realizará antes de la caída del sol. Pocos imaginan que, dentro de una de las casas por las que pasa el gentío, se desenvuelve una perturbadora imagen, la de un hombre derruido y maldecido, frente a un tapiz maldito, endemoniado, que posee las figuras de los dioses paganos.

Y en un arranque de desesperación, Antonio corre hacia el tapiz, enceguecido por la ira pero armado de valor, y de un solo cuajo lo arranca de la pared. No vacila un instante y lo arroja por la ventana, rompiendo el vidrio en mil pedazos. Afuera, atónitas, las personas asisten sorprendidas a la extraña imagen. Los pedazos de vidrio vuelan por los aires, algunos intentan taparse el rostro, otros buscan, curiosos, de qué lugar proviene la peligrosa lluvia. Y luego de un rato, observando la oscuridad, lo encuentran: la imagen de un hombre joven, perfectamente afeitado y limpio, sobresale de la ventana hecha pedazos, y sobre un cristo de madera, roto y desgarrado por la corona de espinas, un precioso tapiz peruano con un bello paisaje encumbrado por las montañas del Cuzco.

 

Autorretrato del artista adolescente I. Jorge Eduardo Eielson (1980).