Por Diego Andreu
Es una tarde de septiembre que ha caído día lunes. Todos los inicios de semana son difíciles, pero creo que este se había guardado las ganas para estallar así. Es extraño explicarlo. Se sentía la rabia, el resentimiento que tenía la vida contra nosotros. Aunque procuro tomar distancia de ese tipo de suposiciones y puntos de vista mundanos, porque todo, pero absolutamente todo, se trata de una obra del Señor. Ahora bien, ¿cómo explicar por gracia divina lo que experimento en estos momentos? Estoy a punto de sucumbir y me encantaría estar orando en mi dormitorio, junto a mi esposa, posicionándome en el mismo lugar de siempre para comunicarme con el Todopoderoso.
Vivimos aquí hace ya casi treinta años. Los dueños, unos alemanes de mucho dinero, pero creyentes y de buenas intenciones, decidieron pasar del negocio de los cosméticos a tener un fundo de nueces. Tienen una conocida marca de champú, sin embargo, complementaron sus ganancias con un terreno en donde plantaron nogales y pusieron una casita que habitamos mi señora y yo para cuidarlo. Al principio pensé que para qué tanto, que tal vez les bastaba ya con el primer ingreso. Pensé que bien podía ser un pecado capital, incluso. Pero al fin y al cabo me dan peguita y sustento a mi familia. No puedo ser mal agradecido.
Cuando me reclutaron, los nogales apenas estaban brotando. Hoy cubren con creces mi porte y el de cuatro personas como yo si estuvieran paradas en mis hombros. Hay lugares en donde, después de trabajar todo el día, es rico tirarse a dormir una siesta, porque los árboles tapan el sol y dan una sombra muy rica. Así da gusto, digo yo. No podría quejarme en realidad. Pero ahora no siento ganas de descansar. Debo aceptar algo nuevo. Debo acostumbrarme a esta realidad desesperante. Debo darme fuerzas para aceptar que todo, de un momento a otro, se quedó sin colores.
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Lo que hay que hacer en primavera es regar con los químicos que corresponden a la época. Gracias a esos líquidos, los nogales mantienen su fuerza y se acostumbran a una mejor producción. Una vez, los dueños trajeron a un ingeniero forestal, pero dijo puras estupideces y recomendó cosas que yo sé que a la larga matarían los árboles. Yo ya los conozco, los siento y sé cómo hay que tratarlos. A las finales, hemos crecido juntos; ellos de tamaño y yo, en relación a mi alma y mi espiritualidad, porque desde los inicios hasta ahora he cambiado un montón. Antes era un borracho, un rufián. Por estos lugares, sobre todo por la zona de Camino a Lonquén, que es puro campo, hace unas décadas tenías que ser bravo si no eras millonario y no contabas con la educación para salir de aquí. A veces recuerdo ese sentir, el de que una navaja u otro elemento corto punzante fuera la extensión de mi mano. Tuve varias armas, y ya con el tiempo pude comprarme mi primera escopeta. Pero esa la ocupo para cuidar a mi familia, porque igual se meten bastante a robar por acá. Luego de que nació mi hija, la menor, consideré cambiar de estilo de vida. Ya teníamos la casa que nos habían pasado los patrones, estaba el Dani, el mayor, con cinco añitos ya y bien vivaracho. Ya trabajaba de manera regular yo y no como temporero, que era como lo hacía en mi adolescencia. Pero seguía tomando y tomando, apostando, protagonizando mochas y gastando el dinero que bien podía guardar para tener una vida más cómoda y más sana.
Llevaba un mal vivir. Eso hasta que un día de trabajo en el campo una enorme ventisca me golpeó. Yo he mentido a lo largo de los años, pero esta es la pura y santa verdad. Algo se abrió cerca del nogal mas grande del fundo, no precisamente desde el árbol, sino en el aire mismo, y sentí como si de mi pecho emergiera una aspiradora, un aparato que succionaba aquella rara y luminosa fisura flotante. Luego de eso, que duró algunos segundos mientras lo observaba y se incorporaba en mí, sentí cierta revelación, como el empuje que me hacía falta. No estaba ebrio, no tenía resaca. Lo único que tenía en el interior era el rico pollo al jugo que había hecho mi señora y mis cuestionamientos sobre cómo poder llevar una vida mejor. Pero parece que los había resuelto: llegué a la casa y le dije a Marisol que debíamos hacer algo, algo por nuestros hijos, por el porvenir, por nuestros nietos y por nuestra trascendencia, porque este mundo está empeorando y el final llegaría pronto. Lo dije con un tono y un convencimiento que ni siquiera yo sabía que tenía. Ella me sonrió y lloró. Dentro de la dureza de mi vida nunca había visto a alguien soltar una lágrima mientras al mismo tiempo expandía una sonrisa en su cara. El domingo iremos a la casa del Señor, me dijo. Me hizo leer la Biblia. Pude aprender palabras nuevas y expresarme mejor. Y desde ahí que hemos asistido al templo sagradamente, a menos que hayamos enfermado o no podamos desplazarnos bien. Pero cuando pensé que el final ya estaba cerca, nunca consideré que los colores desaparecerían, como ocurrió esta tarde de septiembre. Nada así aparece en las sagradas escrituras. Solo en Levítico XXVI – 19 dice “Y tornaré el cielo de hierro y la tierra de cobre”, pero eso no sería posible de ver si los colores estuvieran ausentes.
Lo intento, juro que lo intento, pero no puedo entenderlo. Primero fue el suelo. Recuerdo que de a poco, luego de poner una trampa para ratones, comencé a ver que el plateado de los alambres se iba opacando y expandiendo poco a poco al PVC en donde estaba el veneno o cebo de la trampa, que era medio celeste. Pensé que me había dado alguna especie de fiebre y que estaba alucinando, pero nunca me pego siquiera un resfrío ni recuerdo haberme contagiado de algún virus. De hecho, todos los problemas de salud que he tenido siempre son netamente musculares. Don Tapia —el médico al que los patrones me mandan de vez en cuando—, me había dicho en mi último chequeo que para mi edad me encontraba bastante bien.
Mirando alrededor, me di cuenta de que varios círculos pequeños, igual al de la trampa, comenzaban a aparecer y a expandirse por aquí, por allá, por todos lados. Los círculos terminaron cubriendo toda la superficie y de un momento a otro desapareció el color tierra, el color maleza y el color de las piedras, junto con el de los tréboles. Luego la ausencia de color agarró a los árboles y, para cuando miré mis extremidades y mi cuerpo, me di cuenta que también me había tomado a mí. Desesperé en el acto y corrí hacia mi casa. Hace tiempo que no sentía tanto miedo y adrenalina. Me metí al baño y atiné a ducharme, a sacarme la tierra del día laboral y ver si después de refregarme incansablemente podía recuperar el color de mi piel. Inútilmente, refregué también las paredes, el techo, el suelo, el espejo. Creí que podía solucionar algo, revertir lo que estaba ocurriendo, pero era imposible. Me sentía imbécil, un ridículo, un chafado, aunque también pensaba que debía intentarlo. Me sequé sin entender nada, con mi toalla de siempre, ahora incolora, y que antes era amarilla y tenía el logo de los cosméticos. Salí del baño, me puse calzoncillos, me vestí y me arrodillé en la orilla de la cama matrimonial para ponerme en contacto con el Señor. Sé que debo ser fuerte, le dije, sé que debo, ante todo, asumir que todas estas son pruebas y que es tu voluntad. Pero Señor, le dije, cómo es posible no haber sabido de esto antes… ¡Ni siquiera en la Biblia! Estaba muy cerca de enojarme, de mandar todo a la mierda y sentía que, al igual que los colores, mi paciencia podía desaparecer. Luego pedí perdón por increparlo de esa manera y solo le solicité un poco más de fuerzas para poder comprender y afrontar este nuevo escenario.
Se me ocurrió ir a buscar a mi esposa. Ella estaba de cuidadora de niños trabajando en el terreno de al frente para poder hacer unos pesos extras, ya que nuestra hija había quedado embarazada y necesitábamos más ingresos. Salí del fundo, dejando la puerta abierta, sin importarme ya la seguridad de nuestra casa y de los nogales. La situación era absurdamente desesperante y, a medida que caminaba tambaleante y confundido por tener que acostumbrarme a un nuevo mundo, todo parecía dejar de tener vida paulatinamente. Los árboles y plantas que habían comenzado a florecer hace poco ya habían perdido su hermosura. Eran como cualquier cosa. Era como si la primavera hubiera dejado de ser la primavera.
Llamé por el timbre que está ubicado en el tremendo portón de la familia Echeverría. Después de un rato, que debió haber sido muy corto pero que a mí me pareció eterno, logré comunicarme con mi señora.
—Déjame entrar, por favor, Marisol. Déjame entrar, que esto es una pesadilla.
—Es terrible, es terrible… —sollozó y apretó el botón que abre el portón, mientras al fondo se escuchaba cómo las niñas que cuidaba Marisol lloraban y pedían que llegara luego su mamá.
Entré caminando, pero luego aceleré el paso mientras veía en el entorno que el fenómeno ya no era gradual: ahora todo se encontraba sin colores. Entré en pánico. Terminé corriendo. Sentí tanto miedo, y en una fracción de segundo, repasé todas las experiencias que me hicieron pasar los colores. Pensé en la sangre y las sensaciones que me habían dado ciertos tonos rojizos, en el vino, en los cortes y tajos que tengo en la cara por haberme puesto a pelear y en las mortales heridas que dejé en huasos y borrachos que no tengo idea si habrán quedado vivos después de eso. Me arrepentía. Quise omitirlo, hacer como si no hubiera pasado, y pensé en lo bello: recordé el lindo color pardo de los ojos de mi amada, la sonrisa de mis hijos cuando he podido darles lo que querían y, cómo no, en la bella imagen del Paraíso; ese lugar que he construido en mi alma a lo largo de todos estos años yendo a la iglesia, sintiendo con cada acción recta y oración de fe que podemos alcanzar nuestra salvación.
Pero antes de llegar a acompañar a Marisol, y sin darme cuenta por culpa de la uniformidad del paisaje y de las cosas que ya eran casi todas iguales, pisé y resbalé con un poco de mierda media líquida del perro que cuida el fundo, justo en el sendero que da a la entrada de la casa. Caí de espaldas, dándome un fuerte golpe en la nuca. Traté de levantarme para seguir corriendo hacia donde mi esposa, pero fue inútil. No podía pararme. Quedé sin movilidad alguna. Mi cara solo podía mirar hacia el firmamento. Por más que lo intenté, no pude mover mi cabeza. El cuello no me respondía para ver lo que estaba sobre mis cabellos, o para revisar mis zapatos embetunados de caca. Solo me quedaron activos los párpados. Para consolarme, pensé que aquellos pequeños y únicos músculos funcionales fueron parte de la misericordia divina, como para que así no se me sequen los ojos y pueda al menos comunicarme a base de pestañeos. Dios es bueno, me repetí, pero no podía evitar sentirme profundamente triste al darme cuenta que tampoco podía mover los dedos, y mucho menos las manos. No podía mover mis instrumentos con las que he trabajado todas estas décadas y con las que tengo pensado alzar a mi nieto cuando nazca.
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Llevo largo rato en estado de bulto sin que nadie pueda descubrirme, recordando el inicio de este terrible día hasta este momento, mirando, sin otra opción, el cielo, que ya no es celeste ni tampoco tiene el color oscuro de la noche con las bellas estrellas que se ven desde acá. Siento que pasa el tiempo y me da tanta rabia no poder ir a decirle a mi esposa que estoy aquí, pobrecita, no debe salir tampoco por miedo a lo que haya afuera. O quizás le pasó algo y no tengo idea y nunca la tendré.
Siento cómo mis ojos se humedecen y de ellos brotan un par de lágrimas. ¿Me quedaré así para siempre? No soportaría la idea, me da pánico; si es tan necesario trabajar la tierra y producir para darle a mi familia lo que se merece, lo que necesitan para vivir. Pero ahora estoy inútil. Soy un ser humano inútil. No sirvo para nada y puede que este sea un castigo, mi castigo. Debería acatar tal vez, pero si Marisol también lo está viviendo, entonces no solo es para mí el asunto. O en una de esas el Señor castiga también a los seres queridos de quien mal obra.
Nunca había sentido tan fuerte la majestuosidad del Todopoderoso. Ante mi impotencia, no puedo hacer nada más que cuestionarme. Jamás había tenido un fin de año tan triste como este. ¿Así se acabará todo? ¿Es acaso una metáfora de la última parte de la vida y del mundo? ¿Está mal sentirme tan protagonista del final? ¿Será que tal vez solo es un mal sueño, una horrenda y despiadada pesadilla? Y si no, ¿es esta la voluntad de Dios? ¿Cuánto tiempo debo seguir aquí tirado, mirando únicamente el lugar al que he estado aspirando en el último tiempo, tratando, paradójicamente, de salvarme del fin de la humanidad? ¿No fui lo suficientemente bueno y obediente? ¿Cuánto tiempo resistiré y podré seguir aquí sin que algo les pase a mis ojos y aparte de no ver colores ya no pueda ver absolutamente nada? Tal vez es una prueba, no debo ser mundano, debo poder soportarlo. Después de tanto delirio, eso es lo único que me propongo y puedo pensar. Todo estará bien, todo mejorará. El Señor no querría esto para nosotros.
Green Wheat Fields, Auvers. Vincent van Gogh (1890).
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Diego Andreu O. Profesor y escritor.