Por Por Ilennia Viveros
La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda
y cómo la recuerda para contarla.
Gabriel García Márquez
A Osvaldo le gustaba contar historias del campo. Las veces que lo escuché en la cantina se le escurría la espuma de la cerveza por sus labios. Se sentaba al fondo del bar, alzaba su botella de ron y sentenciaba con voz firme que lo escucharan. A pesar de que todos continuaban bebiendo, nadie le quitaba la vista. Al ser el beodo más reconocido del barrio, su personalidad vivaz le hacía marcar presencia y en ese instante no fue la excepción.
Muchos de sus relatos acontecían en un prado rural. Siempre en ellos, había una mujer con sus mismos rasgos y todos sabían que era su vida escrita a través de esas letras, recuerdos y pesares que lo marcaban.
En muchas ocasiones, el cantinero tenía que pedirles que se fueran. Necesitaba limpiar la cantina antes que su mujer despertara. Osvaldo salía con ellos tomados de los hombros y comenzaban a caminar. Algunos se perdían en el camino, otros se quedaban tirados en el suelo mirando las nubes. No tenían hacia donde ir, su historia era una bolsa de papel sin rumbo, para nada ni nadie. Pero siempre hay esperanza de volver, de ser recordado por alguien.
En cuanto a Osvaldo, él sí tenía hacia dónde regresar. A pesar de seguir en el juego del alcohol, su esperanza estaba puesta en su nieta.
Cuando él no llegaba a la casa, la niña lo iba a buscar. Andaba con su mochila y su uniforme desprolijo. Siempre el último en quedarse era Osvaldo y aunque balbuceaba lo mucho que detestaba a su exmujer. Con su nieta era todo lo contrario. La desdicha de Osvaldo desaparecía con cierta alegría al hablar sobre ella.
Una vez, la niña estaba sentada en una de las bancas de la cantina. El cantinero la vio y le ofreció el desayuno, pero no quiso.
—¿Has visto a mi nono? —le preguntó la niña.
—Ah… ¿tu tata?, está tomando todavía —¿quieres que te lo traiga desde las mechas? —le dijo riendo el cantinero.
—No, pero dígale que venga pa la casa… —le dijo la niña y se fue.
Había días en los que Osvaldo no iba a tomar. Una tarde tomando pregunté si sabían que si ese día iba a venir.
—Ese weón es el más puntual — me respondió uno, que le decían el “Bolilla” — Si Osvaldo no llega es porque se quedó con su nieta.
—Osvaldo se ha mandao cualquier cagá, pero si algo ha hecho bien es con esa cabra chica — dijo otro y tomó un sorbo del trago —dice que es por ella que crea los famosísimos cuentuchos…
Las mesas marcadas por los cuchillos, el aroma húmedo al alcohol y las canciones de Silvio Rodriguez del tocadiscos eran propios de la cantina. En todo ese ambiente se vivía en carne y hueso que la soledad era su única compañera, lo último que les quedaba.
Salí alrededor de las siete de la mañana. Desde la esquina se podía observar a los niños jugando en la calle antes de ir al colegio, al panadero que traía el pan para el negocio y el canto de los pájaros por los destellos del amanecer. Continué caminando hasta que, a contraluz, pude observar a Osvaldo.
Estaba afuera de su casa. Era de color rojo y de un piso. Vivía con su exmujer, sus hijos y su nieta. No tenían muchos recursos, los ingresos los traía su hijo mayor y, a veces, la niña trabajaba en la cantina o en el mismo negocio del barrio para colaborar.
Estaba frente a ella. Se arrodilló y del bolsillo delantero sacó un pañuelo. Le limpió el rocío dulce que escurría por debajo de sus ojos. Después le acomodó la corbata, le acarició el rostro con ternura, le extendió su pálida mano y se fueron caminando hacia el colegio que quedaba a solo tres cuadras de la casa.
Mientras los veía partir, apreté el puño y lo mantuve así hasta que llegué a la cantina. Pedí una cerveza. El ambiente seguía igual a pesar de ser temprano. Todos estaban mirando el partido de Chile contra Argentina, pero yo entre medio del ruido pensé en mi viejo. Estaba aquí mismo, tomando hasta borrar su memoria. En la casa decía que odiaba a todo el mundo, incluyéndome. No vivía con mi vieja porque había muerto. A veces me pregunto por qué murió, aunque me resulta fácil saberlo. Jamás nadie me amó porque en vez de recibir ese amor que tanto quería, recibía sus golpes. Era violento y un curao nefasto. Ese viejo de mierda me arruinó, pero no comprendo como Osvaldo, al ser así, tenga a alguien que se preocupa por él. Maldigo a ese weón porque alguien sí lo quiere. ¿Por qué a mí no?.
Salí de la cantina y vi a Osvaldo llegar a su casa. Al parecer no había nadie a excepción de él. Sabía que tenía la oportunidad de recompensar mi desdicha porque nadie es capaz de comprenderte hasta que le sucede lo mismo. Me escabullí por la rejilla y entré por una ventana que habían dejado abierta. La casa estaba ordenada. A la derecha había una habitación. Era la de su nieta.
Mis ojos se dirigieron hacia un libro que estaba encima de la cama. Lo tomé y al leerlo me di cuenta de que eran todos los cuentos que Osvaldo le contaba antes de dormir. Había historias de abandono, pero a la vez de hermosos parajes bañados por el silencio de las lechuzas, el danzar de los matorrales y el aire blando de la noche. Todas ellas eran las aventuras de Osvaldo cuando era joven, pero con el nombre de Pedro. Pedro era el reflejo de sí mismo. Mientras más veía el libro, más lo envidiaba por la manera que él había transformado todo su dolor en un arte que ni yo podía hacer.
Me pegué contra la pared tres veces y cuando me di cuenta de que era mi oportunidad, tomé un fósforo y lo encendí.
Los bomberos se demoraron horas en llegar a la casa de Osvaldo. Los vecinos estaban afuera. Desde mi escondite noté como la niña se echó a llorar. El cantinero la abrazó de frente explicándole lo que había sucedido. Todos fueron testigos del cuerpo quemado de Osvaldo, que desde la camilla se le veía su mano con la piel carbonizada y seca.
La niña no paraba de lloriquear. En cada lágrima hay un mundo que está escondido, que nadie conoce hasta que se libera y nos obliga a desnudar quienes somos por dentro. Le habían arrebatado su mundo, él era su mundo y sabía que ya nada sería lo mismo.
Sus compañeros de la cantina, la vecina del negocio de la esquina, los niños, todos los del barrio lamentaban la pérdida de Osvaldo. De a poco me fui alejando del asesinato, nadie sabía quién había sido, menos sospechaban de mí.
Atravesé las calles sin precaución, aunque seguía sin sentir la metamorfosis que esperaba. Mientras todos seguían ahí, escucharon un fuerte sonido por detrás. Todos se giraron y vieron a un hombre tirado en la calle principal. Estaba sollozando y golpeaba el cemento con desesperación. Ya no quería existir, me maldecía por ser una copia idéntica a mi padre. Los carabineros me preguntaron quién era y por qué estaba tiritando. Estiré mis brazos, junté las muñecas y arrodillado exclamé:
—Yo lo maté...
*****
Ilennia Ibáñez Cid (Hualqui, 2003), más conocida como Ilennia Viveros, es escritora, investigadora y recopiladora de la cultura campesina. Desde pequeña muestra habilidades por las artes, y particularmente, por la literatura. A los dieciséis años ingresa al programa Talentos UdeC durante la temporada de verano, y luego, en el mismo año, gana unas clases de escritura creativa dirigidas por Constanza Gutiérrez (Premio Roberto Bolaño 2011), donde tras incursionar y aprender más sobre narrativa, decide continuar sus estudios con otros escritorxs como Paulina Flores (Premio Municipal de Literatura 2016) y Muñoz Coloma. En 2022 participa de dos lecturas abiertas con la poeta Rosabetty Muñoz, en la Universidad de Concepción, y en Artistas del Acero, con la compañía del escritor Muñoz Coloma.
Además, ha tenido la oportunidad de trabajar en el área periodística en el diario penquista RESUMEN y publicar uno de sus cuentos en la revista literaria Mal de Ojo y en la editorial Casa Contada.