El poemario debut de Soledad Acevedo, Trapiche (Provincianos, 2024), traza un sentido a través del lenguaje, el yo y el depósito de una memoria que se desea fiel. Se permite traspasar algunas huellas y pronuncia el hallazgo cotidiano; emociones, formas, materiales o, mejor dicho, minerales unidos en un desplazamiento de carne infantil, una niña adulta que construye su poesía a partir de las posibilidades de su poder invocatorio. Se mueve en el eco que entrelaza la infancia con la naturaleza, la capacidad innata de la niñez para maravillarse ante lo desconocido y su descubrimiento íntimo. Cada encuentro es un vínculo personal, una invocación profunda al lugar de origen e identidad de la poeta, un llamado que resuena con la conexión primordial hacia su entorno y sus raíces. 

Su poesía hecha de fragmentos de un diario incesante es un acumulativo proceso de maduración y no teme ser una poeta nostálgica. Sus palabras poseen la elocuencia de una mirada indagadora y sensitiva, la voz misma ha sido reemplazada por esta mirada.

Sus poemas encapsulan la distancia, la separación del entorno familiar, retornos colmados de recuerdos a un paisaje y un oficio rural extraviado. Lo que podría parecer una imagen poética común, Soledad la articula sobre la renovada sorpresa de imágenes vitales; como antigua habitante de la zona centro-sur, no es ajena a la lluvia, la escarcha, la tierra olorosa, los pájaros, lo humano en medio del paisaje, el trabajo, el oficio. Lenguaje entendido y amado por los habitantes de su infancia, una sensibilidad que adquiere forma propia, la suya. 

Basándose en una realidad vivida, en la mayoría de los casos, la hablante de estos poemas está indisolublemente imbricada con el sujeto real. Esta poesía pretende contribuir a narrar la historia verdadera de esos años, intensificada por la inclusión de fotografías tomadas por Soledad o de un periódico de 1996.

La poesía exige explorar las palabras perdidas o imaginadas en cada rostro, dolor, árbol, nombre, que conmueven el corazón de una niña que asimila, exprime y expande el alumbramiento de lo que es para ella, esencial. Una niña poeta preocupada por los versos que comienzan, los versos que concluyen y la persistencia de la intertextualidad insertos en un espacio natural en el cual, la niñez, no intenta dominar el paisaje. Desde allí, devela la imposibilidad de la palabra para nombrar la verdad del amor y el miedo. De esta imposibilidad surgen fisuras, quebradas o cursos de río en el recuerdo mismo de lo observado, aquel entorno que parece desafiar el lugar del cuerpo adherido al propio discurso poético.

La sujeto es en el presente, lo que fue: "soy una carne infantil", habita el pasado en abertura hacia nuevas aproximaciones. Aunque no es tan grande y aún puede crecer en el reconocimiento de sus propias limitaciones, no pretende dominar su entorno, se siente cómoda y acogida en un espacio amplio y complejo a su imagen y posibilidades que la rodean: “todo aroma nuevo puede ser mi hogar / no soy tan grande para llenar este pueblo”. Es la aceptación de una dureza primaria y cercana, una suerte de esencia que construye las percepciones primeras; cielo, oro, árbol, sangre, son fuente y testigo de su crecimiento. Pero, ¿La infancia no es acaso: “amor y miedo”?

La manifestación de la confianza y el apego de un entorno familiar que fortalece el descubrimiento, el desarrollo de la vulnerabilidad y la incertidumbre. La casa de los abuelos, nido desde el cual parte la experiencia, y todo aquello que rodea a la sujeto, que se integra en ella y viceversa, no es un obstáculo al exterior, sino un medio colectivo y familiar: "Nos asomamos a cualquier ventana como si el patio fuese una caracola para oír la marea", sugiere que la casa no solo conecta con el entorno físico inmediato, sino además, evoca una conexión íntima y sensorial entre el espacio doméstico y el ritmo natural. La caracola simboliza la capacidad de la casa como medio para amplificar y captar los sonidos y movimientos del entorno. Es la abertura, el hogar como un lugar donde se entrelazan las experiencias internas y externas. Mas, el alrededor se integra y apropia de todo, incluso de la sujeto. Arrasa contra las barreras y permite que el hogar se expanda: “inunda el patio/ el sauce y el litre/ y derrota la última barrera humilde/ que nos atrevíamos a levantar”.

Así mismo, una fuerte sensación de arraigo y pertenencia, es la sujeto con el espacio , una conexión tangible con la tierra, un vínculo intimo enraizado con la propia identidad: “en medio del patio/ mis pies pegados al barro/ raíces brotan de lunares/ besos de sol/ se evaporan/ cuando pestañeo”. La sugerencia de una interacción inmediata, un proceso de descubrimiento personal que delimita y define la relación entre el individuo y su entorno: “el filo de las rocas y el trumao del camino / curtieron las líneas de la tarde y de mis manos”

Entabla, importantemente, la dificultad de la palabra y su pronunciación; un arma, una herramienta expansiva, un ojo, un oído y una lengua amplificada, atravesada en una niña poco ingenua, muy astuta, que reconoce en su poder la vulnerabilidad y decide cuidar las palabras, porque es un acto de valor recogerlas y gritarlas a través de otros interlocutores que la enriquecen y defienden. Avanzar y crecer también es lenguaje: “recogí las palabras que aún no pronunciaba bien/ las grité entre las ruedas del trapiche”. Su poder se revela en no poder evitar la formulación visceral de las palabras que no comienzan a pronunciarse: “ya existían las palabras que quería mostrarte/ pero aún no llegaban a mi/ se armaban en la boca del estómago (…) / la imagen no siempre se transforma en sonido” 

Soledad profundiza en la apertura de una niña que absorbe y decodifica su entorno de forma directa y vivencial, sugiere un proceso dinámico de construcción de identidad: “una niña/ zorzal/ de buche amplio/ y oído atento/ inclina la cabeza/ observa y alcanza/ al escarabajo por su brillo/ lo caza y come”, el zorzal conocido por su habilidad para observar y capturar, resalta su disposición y ansia de integrar experiencias en su comprensión del mundo, su arrojo contribuye profuso en su crecimiento. La poeta nos sumerge en un mundo de dualidades y descubrimientos personales que se entrelazan con la experiencia familiar; presenta un doble oficio, lo noble del oro, y el intimo oficio de la escritura y la exploración de su identidad. “por nadar a contracorriente/ ligera como un pejerrey”: sugiere una determinación libre y casual. Este acto simbólico no solo revela su naturaleza aventurera y enérgica, sino también establece un paralelo con su disposición a desafiar convenciones y a explorar nuevos caminos.

“copiando los gestos de mi papá/ tiré un puñado de barro en la challa pequeña”: la niña, observando y aprendiendo de su padre, imita sus gestos prácticos, como arrojar barro en una bandeja pequeña, pero también, recoge valores y herramientas que moldean su entendimiento del mundo. Esta conexión con el oficio familiar, vinculado al oro y a la tierra, no solo la introduce a una práctica física, sino también, a la historia y tradición familiar, construyendo así, una parte integral de su identidad en desarrollo. La poeta pareciera tener claridad frente a los recuerdos de la infancia, el desarrollo de su sensibilidad y el abordaje de los detalles evocan increíblemente la perspectiva de una niña: “yo reí a pies pelados con la nariz quemada / mis calzones blancos como bikini/ era la primera vez que limpiaba oro”.

La configuración de lo femenino en su poesía se ve enriquecida por la admiración al padre, como elemento contrastivo de lo que desea o no ser, y también por la observación de la presencia materna; la madre y la abuela. Esta exploración de roles de género y de influencias femeninas subraya la riqueza de su formación, mostrando cómo diferentes figuras familiares contribuyen a su comprensión personal y cultural.

La presencia del padre se revela a través de un gesto simbólico, un acto de amor arraigado en la tradición: “mi papá me amarra una cruz de palqui / para proteger mi portal triste”. Este gesto no solo sugiere protección física, sino también una preocupación por el bienestar emocional de la niña. Sin embargo, es notable cómo, frente a la idea de protección y cuidado, la niña decide guardar silencio, como si protegiera no solo su voz, sino también las sílabas y el significado mismo de las palabras: “me trago mi voz/ protejo las sílabas”. Esta acción de enmudecer puede interpretarse como un acto de preservación y cuidado de su identidad y expresión, mostrando una sensibilidad precoz hacia el poder y la fragilidad de las palabras. 

La configuración del padre es una presencia tanto expansiva como sólida, caracterizada por sus manos enormes que contienen montañas y mueven nubes, marcadas por la cicatriz de la experiencia: “sus manos enormes y cortadas guardan/ la cicatriz del anzuelo/ contienen montañas/ mueven nubes/ anudan mis trenzas/ y dicen adiós”, en paralelo a la magnitud, estas manos también entregan delicadeza y cuidado al anudar las trenzas de la sujeto y despedirla. Esta acción de despedida no solo representa la transición hacia nuevas experiencias, sino también confianza y apoyo paternal que la acompañan en su camino hacia la madurez. La figura del padre transita este vaivén de fuerza y sensibilidad. En otro recuerdo, el padre sostiene lo diminuto, y la sujeto percibe en su gesto una profusa ternura que amplía su visión hacia la subjetividad y la fragilidad. Esta escena subraya la belleza que reside en lo cotidiano, nuevamente, revelando delicadeza: “la posa en la palma de su mano/ como un jilguero caído del nido”. 

La presencia constante y atenta de la madre se revela a través de gestos repetidos que construyen una sensación de arraigo y familiaridad en la vida de la sujeto. Aunque la melancolía parece abrazar los recuerdos del verano, esta constancia se convierte en un ancla emocional que da forma a la percepción de la sujeto sobre su propia identidad: “mamá corta mi pelo apenas llega el verano (…) /me trae el espejo/ soy su retrato”. La atención materna resuena con una intensidad que resulta abrumadora, la madre proyecta sobre la hija un sentido de propiedad o un deseo profundo de preservar y moldear su identidad. A pesar de los años y de las estaciones que se repiten, las cejas y la seriedad de la madre en la hija parecen inalterables, sugiriendo una continuidad en la construcción de identidades que se entrelazan y se reflejan mutuamente. “surcos en el rostro de mi madre/ absorben el sol como mancha permanente/ cada una de sus hijas la hereda/ al parir otra mujer”: el rostro materno representa el tiempo y el legado que transmite a sus hijas, que heredan no solo rasgos físicos, sino también experiencias y cargas emocionales. La identificación de la hija con la boca de la madre subraya una intimidad compartida y un reconocimiento mutuo de emociones. Escuchar la voz materna como propia implica una resonancia emocional que trasciende las palabras, donde el llanto de la madre y la risa de la hija se entrelazan en un diálogo emocional que refleja la complejidad de sus vínculos: “yo la escucho porque su boca es la mía/ y ella llora las veces que yo río”. La niña al abrazar la rama florecida del álamo, que se quiebra bajo su cuidado, revela un acto de protección y vulnerabilidad reciproca. Este gesto físico encierra un intercambio íntimo de poder y una manifestación de cuidado mutuo, donde la fragilidad de la madre encuentra consuelo y protección en el abrazo de la hija, estableciendo así un ciclo continuo de amor y apoyo: “su rama de álamo florecido/ se quiebra en mi abrazo”.

En cuanto a la relación con la madre, se dibuja como un movimiento constante entre la proximidad y la distancia emocional: “sus cintas color ortiga me alcanzan/ ecos tempranos de gorriones y chercanes/ entre ella y yo” sugieren un lazo que se extiende y se contrae, marcado por la complicidad, pero también por la individualidad de ambas partes. La sujeto, anteriormente, se identifica como un zorzal y fusiona su identidad con la naturaleza. Aquí, se entrelaza con la figura materna, quien desempeña un papel crucial en su formación y autoconciencia, puesto que, la madre, al referirse a la sujeto por un nombre ajeno, introduce un reconocimiento de la identidad desde una perspectiva externa que no siempre coincide con la propia autoimagen, implicando una exploración de la percepción personal dentro del contexto familiar. 

La latencia de la añoranza se revela a través de los sueños, convertidos en un umbral hacia el recuerdo, una dimensión donde la sujeto puede observar lo significativo desde una distancia temporal y emocional: “voy a dormir/ y la observo desde acá/ desde siempre/ corre y guarda mis recuerdos”. Sin embargo, la separación es palpable: “no tengo llaves/ no puedo entrar”, expresa la frustración y la incapacidad de acceder al pasado donde reside lo sustancial de este desplazamiento. A pesar de ello, el impacto emocional de su presencia perdura: “y cuando no la miro/ me lanza bolitas de papel/ su lenguaje es grueso”, se convierte en un medio de comunicación simbólica y afectuosa en lo impalpable, aunque la palabra yace ausente, mantiene sublevado el vínculo emocional entre la sujeto y sus recuerdos, sosteniendo el poder invocatorio de la poeta, que, a través de la nostalgia, desanuda soledades. 

 

Trapiche (2024). Soledad Acevedo. Provincianos Editores.

 

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Sofia Quevedo es estudiante de la Licenciatura en Lingüística y Literatura Hispánica en la Universidad de Chile. Actualmente es editora de Iconbototos Ediciones.