Por Alejandro Benjamín Laurentti

 

El escrito presentado a continuación es un fragmento de una carta traducida al español (la original era en alemán) que pertenece a un coleccionista privado que ha querido mantener su nombre en reserva. La carta original, actualmente perdida, fue presumiblemente enviada por Eduardo Rosenberg a su prima Diana en Alemania  según el coleccionista, el 15 de agosto de 1939.

 

"...lo descubrí hace algunos días. Al principio pensé que solo se trataba de un reflejo, de alguna nube, de los árboles altos que están en frente de la casa. Incluso llegué a pensar que era la mucama, pero, después, comencé a notar que algo sucedía. Algo distinto que no podía explicar. Las apariciones se hicieron cada vez más notables, más evidentes y seguidas. Ahora, no tengo dudas. Está ahí, estoy seguro. Me ronda constantemente, Diana, como si fuera un acecho completamente premeditado.

Estoy preocupado. Asustado también. Sería distinto si estuviera Elizabeth. Viajó a Córdoba para encargarse de un asunto familiar. Yo espero que regrese lo antes posible, pero, probablemente, deba dirigirse al consulado alemán en Buenos Aires.

Como te digo, deseo que venga pronto. Esta casa es demasiado inmensa para mí. A veces, de noche, las escaleras crujen o parecieran moverse las sillas. Sé que es solo sugestión o eso quiero creer—, tiene que ver con la madera, con su antigüedad y esas cosas… Realmente desearía estar con Elizabeth. La sola compañía de los libros es demasiado hastío para mí. No ayudan a mantener mi cabeza lo suficientemente concentrada, aunque sé que esto último puede que cueste creerlo. Me precio de ser un gran lector, pero no logro concentrarme, Diana. No puedo. La sombra me mantiene todo el día y toda la noche en vilo.

Evening. Jakub Schikaneder (1924)

En fin, no es eso a lo que quería referirme. Te contaré algunas de las experiencias: en la tarde salgo hasta el parque para encargarme de que el jardinero esté haciendo bien su trabajo o salgo a ayudar a la mucama que llega del negocio de ramos generales. Me doy vuelta unos instantes y veo a la criatura, Diana. La veo en la ventana de la habitación de techo hexagonal. ¿La recuerdas? Está ahí, como una sombra, mirándome. No puedo distinguir con exactitud cuál es su cuerpo ni su rostro. Tampoco podría describirla con detalle: es como una sombra, una gran sombra amorfa y al mismo tiempo un reflejo, pero de algo que no puede ser reflejado. Ahí están los ojos, grandes y oscuros, más oscuros que el cuerpo, clavados en mí. ¡En mí! Es todo lo que sabría decirte sobre esa criatura, ese extraño ser.

Estoy seguro de que es a mí a quien mira, solamente a mí, ya que ninguna otra persona que frecuenta la casa lo ha visto. Elizabeth tampoco, porque las apariciones comenzaron cuando ella se fue. Es conmigo con quien intenta comunicarse, pero aún no logro descubrir qué, ni el porqué. Eso no impide que mis compañeros me traten de loco o se rían de mí, porque ellos no lo ven. Dos veces que he estado con Leonardo la he visto, pero al darme vuelta, eufórico y a punto de sudar, miro hacia la ventana y ya ha desaparecido. Julián tampoco la ha visto, ni el jardinero, ni la mucama.

Por mi culpa están todos preocupados. Mis amigos vienen mucho menos a verme desde que comencé con estas historias y sé que están planeando que vea a algún médico, aunque ya les dije muchas veces que no necesito ver a nadie. Por si fuera poco, tanto la mucama como el jardinero me tratan de forma distinta, como si fuera un niño que está inventando alguna fantasía. Hacen su trabajo todo el día callados. Llegan a la hora exacta en que deben comenzar y se van inmediatamente al terminar, pero sin decir mucho, sin cruzar miradas conmigo, nerviosos todo el día.

Al principio la mucama subía a la habitación, se encargaba de limpiarla o acondicionarla para algún invitado, pero después de escuchar mis comentarios y ver mi cara de terror, creo que terminó sugestionándose y ya no quiere subir. Las pocas veces que responde a mis preguntas dice que en esa habitación se escuchan ruidos, que cuando limpia abajo siente como las cosas se mueven, pero no es cierto, lo dice por mi culpa. Le he hecho creer que allí habita un fantasma, pero no, Diana, no es un fantasma. Lo que hay allí es un animal. Lo sé por su silueta, por su forma de actuar, por la respiración que escucho durante las noches, cuando estoy en la habitación de abajo.

El jardinero me ha dicho que debo ver a una tal Ethel. No sé si es una bruja o una curandera. Él le preguntó por mí y ella le dijo que en mi casa habita un alma en pena. El espíritu del primer propietario, un alemán del siglo XVII. Yo ni siquiera sé si esta construcción existía para aquella época. Para serte sincero Diana, creo que lo que me ha dicho el jardinero son estupideces. Ni hay fantasmas en mi casa ni existen las brujas, ni los curanderos. No es la solución. Le dije que no iré a verla y que no debe hablar de lo que sucede. Estoy seguro de que no es un fantasma, aunque también creo que no es común. Para serte sincero, no es algo que yo pueda manejar solo. No entiendo qué quiere.

Por la noche me dirijo a la cocina, y escucho unos pequeños pasos que me siguen, no atrás de mí, sino encima, allá arriba, en la habitación de techo hexagonal. Susurran las almohadillas de dos pares de patas siguiéndome, rastreándome, oliéndome. Si no fuera valiente ya habría corrido despavorido de esta casa. ¿Para qué la compré? Es bella, sí, es inmensa, mucho más de lo que nosotros necesitamos. Te mentiría si dijera que no nos cautivó desde el primer momento que la vimos, pero me cuestiono sí estuvo bien comprarla y... Me pregunto si lo barato del terreno tenga que ver con algún detalle no mencionado por el anterior propietario, don Luis Kuhn. ¿Te comenté que me costó cincuenta centavos el metro cuadrado?

Los pensamientos se agolpan en mi cabeza. A veces quiero subir a esa habitación y destruir todo, tirar la casa. Eso me recuerda que debo comentarte lo sucedido ayer. Finalmente, después de muchos días, muchas burlas de mis amigos que, seguramente, harán venir un médico o un cura cuando les pedí encarecidamente que no, decidí subir a esa habitación maldita, luego de almorzar, que es cuando más la he visto. Tomé una de las hachas del jardinero, unos fósforos, un poco de alcohol y subí las escaleras. Iba completamente decidido a terminar con esto. Si tenía que darle con el hacha en la cabeza para matarlo lo haría, si tenía que rociarlo con alcohol y prenderlo fuego igual. Sentí valentía, que mis manos no iban a titubear si debía hacer lo correcto.

Entré en la habitación, sigilosamente. Me sorprendió un espantoso olor a moho, cuando parecía todo impecable. La mucama hará más de una semana que limpió la habitación por última vez. Nadie la ha ocupado. La pestilencia me persigue hasta ahora, Diana. No puedo explicar lo asqueroso que era. Revisé la habitación, hacha en mano, esperando encontrar alguna persona, alguien que estuviera viviendo allí escondido, un invasor. No había nadie y, exceptuando el hedor, toda la habitación estaba pulcra. Aun así algo extraño sucedió.

Voy a contártelo como si fuera algo común, porque estoy seguro de que no es cierto. Es producto de mi imaginación. Me acerqué a la ventana, la que da al patio, y miré afuera. En el parque, mirando hacia mí dirección, es decir, hacia la ventana por donde me asomaba, estaba yo. ¿Lo entiendes, Diana? Estaba yo mismo, mirándome, como todas las tardes en las que salí y vi aquella sombra en la misma ventana. Fue una pequeña milésima de segundo. Me saqué el sobretodo, lo dejé sobre uno de los sillones y al volver la cabeza ya no había nadie afuera. Pensarás que estoy loco, que necesito ver a alguien, como dicen todos mis amigos. Te lo aseguro, estoy bien. No sucede nada, solo necesito que venga Elizabeth.

Bajé nuevamente las escaleras y seguí mi día, ocupándome de los quehaceres, sin volver a escuchar a… lo que sea que esté en el segundo piso. En la noche, mientras dormía, escuché como si prendieran los fósforos. ¿Sabes? Olvidé el sobretodo arriba, en el sillón, y en él estaban los fósforos y el alcohol. Toda la noche permanecí en vela, escuchando como aquel animal intentaba prenderlos, raspando y raspando, pero sin lograrlo. No sé si debería ir arriba o no preocuparme. La verdad ya no sé qué hacer, Diana. Intento no pensar, pero dudo si quiero volver a entrar a esa habitación. Estaba todo impecable, pero ese olor..."

La veracidad de la carta, así como de la traducción, no han sido comprobadas.

 

Evening in the Garden. Jakub Schikaneder (1907-09)