Por Cristobal Muñoz

Hay sonoridades musicales que, de primer requisito, solicitan un oído entrenado, atento y abierto; esto por la complejidad de composición que encierra su intencionalidad y composición. Con sus elaborados paisajes dinámicos, estos sonidos harán vibrar en la oreja múltiples arcoíris de melodías rimbombantes, como también tenues tensiones atmosféricas que niegan a resolverse. Una vez deleitado, el oyente podrá hallarse inmerso en sus pensamientos, o bien, regocijarse a través de su placer estético. 

Sin embargo, el oído no es mero espectador musical. También enfrenta el bocinazo de la esquina, el ladrido de un perro, el letargo de un silencio. Y aunque puedan parecer simples sonidos cotidianos, también pueden ser una invitación al oír reflexivo. El vibrante libro Valles Sonoros (Alquimia Ediciones, 2023) del escritor limachino Diego Alfaro Palma, hace un agudo recorrido por la escucha y sus diversos modos de enfrentar el sonido. Con la precisión de un oído que cobija cada estímulo en su interior, perfila aquella audición mediante experiencias sonoras personales o de figuras que el autor sigue fielmente con vehemencia y veneración. En medio de estas narraciones, con suma destreza se entrelazan reflexiones y perspectivas sobre lo que significa dejarse llevar por resonancias, siendo siempre ejemplificadas con algún verso iluminador o testimonio enriquecedor. De esta manera, el libro resulta una lectura cautivante y atrapante para el lector quien se hallará navegando por sus cauces con sonora soltura.

Ahora bien, ¿qué sería escuchar según el libro? Resulta imposible acertar con una respuesta única y definitiva, ya que los numerosos ensayos que recopila Valles Sonoros se encargan de exhibir diversas pinceladas sobre un mismo actuar. Sin embargo, es posible definir una base común de la que parten los oídos atentos en el libro de Alfaro: escuchar es establecer una relación identitaria y reflexiva con el lugar donde aflora el sonido. Por ejemplo, es inevitable hacer oídos sordos a los ríos con fuertes chapoteos que destellan en el tremendo Poema de Chile escrito por Gabriela Mistral. Es tal la potencia de estas escrituras que provocan una inmersión en la corriente del agua y su fluir de torrente. El autor toma como ejemplo estas experiencias sonoras, plasmadas desde la literatura, para dar cuenta de cómo esta disciplina puede ser contenedora de mapas auditivos, de cómo un conjunto de palabras escogidas con suma cautela termina por representar con exactitud el recuerdo del oído en un lugar determinado. La misma línea se mantiene cuando se recurre a Jorge Teillier, quien nos presenta con palabras el leve crujir de una rama cuando el infante adulto se halla en el bosque, él sabrá si escondido o perdido. Aquella vuelta a las sensibilidades de los primeros años significa una regeneración no sólo del lugar que fue habitado, sino también del tiempo que muchas veces ha sido olvidado, significando así su recuperación un alivio para los tiempos venideros. En medio de estas reflexiones es cuando sale una de las tesis principales del libro: “El oído prepara la escritura” (24). Más allá de preparar la escritura, también prepara la emocionalidad, el tacto y la vitalidad. No por nada el autor también recurre a esos lejanos pero abrasadores recuerdos en las tierras de Limache cuando familiares suyos intentaban recuperar desde el recuerdo sonidos y palabras que yacían olvidados desde la infancia. Lamentablemente, la memoria es frágil y poco de eso se conservó. Y aunque como lectores tampoco podamos conocer estos fragmentos sonoros que el tiempo echó a olvidar, sí podemos deleitarnos con una acertada reflexión del autor: “Las palabras y sus sonidos son esos frutos que nos traen de vuelta los reinos que perdimos” (187). Si el oído es testigo del lugar geográfico, también puede serlo del territorio de la vida, de aquella patria perdida que es la infancia o incluso el mismo presente despojado de niñez.

 

Valles sonoros. Diego Alfaro Palma. Alquimia Ediciones.

 

Los valles sonoros, en un inicio, podrían limitarse solo a los espacios físicos. La multitud de lugares que aparecen en los ensayos remiten a la naturaleza, con un conocimiento especializado sobre la flora y fauna que el autor desarrolla con ágil desenvoltura. Sin embargo, hay que tomar en cuenta que los modos de escuchar en el libro son concebidos desde un actuar reflexivo e introspectivo. Si bien la naturaleza puede detonar estas conductas, también lo puede el mismo ser humano. ¿Acaso habrían sonidos del alma? Cuando se presentan personas como Hildegard von Bingen, no resulta descabellado trazar un camino que eche a andar aquellos actos de escucha internos. Esta naturalista alemana hablaba sobre “los oídos interiores del alma”, los cuales prestaban especial atención a visiones y conocimientos con tal de alimentar “la energía del alma”. Esta última se veía sobre todo enriquecida cuando la comunicación oral se daba a manifestar en el diálogo entre pares y terminaba por bifurcarse en diversos caminos, como ramas de un árbol. ¿Quién no ha tenido una conversación que aborda múltiples temas a la vez? Desde la perspectiva de la autora, la escucha atenta (y posterior respuesta) de este ramificado platicar otorgaría sublimes frutos beneficiosos para el alma y su desarrollo sensible. Alfaro lo describe así: “la voz humana como expresión del alma racional, como un gran árbol de hojas amarillas que surge de manera invisible, que presta atención y entendimiento como si recogiera un fruto” (128). Resulta apasionante concebir al sonido desde una vereda espiritual, como un agente capaz de detonar estados de trance y conexión entre las almas que vagan rondando ciegas, sordas y mudas. Con algo tan cotidiano y común como hablar con alguien, el alma siempre saldrá con una canasta llena de frutos para deleitarse en su reflexionar. 

Esta obra de Diego Alfaro Palma bien conoce que el oído no se encuentra en eterna estimulación, sino que también se alimenta de pausas, silencios y pequeñas vibraciones. Estas también tienen su justa representación a lo largo del libro, destacándose sobre todo en las partes que el autor denominó como "Interludio". Estas secciones puestas entre ensayos contienen pequeños fragmentos que remiten a momentos fugaces, pero que esconden algo en su aparición. Tal como un pasaje musical que conecta secciones en una obra, el Interludio en el libro viene a ser una pausa, un momento de silencio para decantar los conocimientos que brinda con agudeza el autor. Es un silencio sonoro, cálido, sereno y espléndido. Cuando se conectan estos interludios con la totalidad de ensayos, la sensibilidad auditiva se encuentra mucho más entrenada y preparada para enfrentar las anheladas errancias entre los valles sonoros que esconde el mundo exterior.

El sonido (o su ausencia) conduce la experiencia que palpita en los oídos interiores del alma y termina por generar destellos de esplendor. Su manifestación puede hallarse desde los lugares más recónditos hasta en las cotidianidades que pasamos más por alto. La sonoridad es un territorio que atestigua la esencia de sus emisores y receptores en cuanto a su recorrido: de dónde vienen, dónde están y hacia dónde van. Por algo la palabra es articulada, por algo es escuchada. En el acto de oír, los seres humanos pueden darse forma a sí mismos y fortalecer la comunión de los cinco sentidos para enfrentar el mundo con la mayor atención. En tiempos de sobre estimulación, es menester dejarse perder por los valles sonoros que aún quedan por recorrer. En tal caso, el oído también será vital responsable de construir nuestro porvenir.

 

Il castigo delle lussuriose. Giovanni Segantini (1891). Óleo sobre lienzo.

 

********

 

Cristóbal Muñoz Benavente es Licenciado en Lingüística y Literatura Hispánica en la Universidad Católica de Chile. También es artista musical y lírico en los proyectos Kirtongo, Ratarro y los Roedores e Inundaremos. Fue participante de la Fundación Neruda en el Taller LEA “Escribiendo y (Re) escribiendo el deseo en las letras 2023”, el cual publicó un libro colectivo, titulado «Anoche soñé que se instalaba un circo en el jardín».