Por Leróncifa (Florencia Andreoni)

Mi yo infante poco sabía de la vida pero sí de los animales. Me perdí tardes enteras con los ojos sumergidos en esquemas de biomas, fichas informativas y artículos científicos. No había nada que me interesara más. 

Tenía nueve cuadernos de tapa blanda escritos de principio a fin, desde los siete a los catorce años. Usaba la lapicera que encontraba en el momento, a veces escribía con algún lápiz de color, la letra siempre del mismo tamaño. Las imágenes que acompañaban mis textos eran recortadas de enciclopedias, cuando mi papá tenía plata de repente me llegaba algún cuaderno tapa dura. Esos eran especiales, en esos desarrollaba todos mis conocimientos sobre vipéridos, influenciada directamente por un libro gordo sobre la Cobra India y otros elápidos. Estaba obsesionada, pero bien, digo, obsesionada bien, el viejo Ernesto me decía que el conocimiento es poder. «Poder hacer cualquier cosa», me repetía yo. 

Mi infancia, de naturaleza animal, como mis pasatiempos, mi barrio, mis sueños y mi esencia. 

Esperaba con ansias que dejara de llover para ir a recorrer la quinta con cierto aire de grandeza de saber cosas, saber qué hacer con los pichones caídos de los nidos, yo los salvaba. Instruida por Animal Planet y un programa que miraba siempre que se llamaba Zobomafoo, embelesada por la sabiduría de Grace, mi vecina veterinaria.

Me sentaba en la pérgola y miraba hacia arriba, los pinos prometían derrumbarse en cada tormenta, pero solo era una amenaza, no sucedía. Mi madre me veía desde la ventana de la cocina, con gesto despreocupado, si yo no estaba inventando algo, simplemente estaba observando. En ese caso buscando algún indicio de nidificación, y es que si lo había y estaba a mi altura, sea parada en el piso o en las ramas, podría divisar si había pichones o no. Si no estaban en el árbol, los encontraría entre los rosales y azaleas. Y así era, uno o dos siempre rescataba, con suerte uno sobrevivía a mi dieta de pan con agua en jeringuita. A propósito de ramas, me fui por ahí. 

Ese mediodía húmedo, estaba en la vereda juntando piedras, con ellas podría decorar mi pecera. 

Un vecino, Miguel, había llegado de visita y recuerdo que me juntó algunas.

Empecé a escuchar un llanto tenue pero pronunciado, una sola vocecita, minúscula. En principio imaginé a un bebé, a un niño me refiero, abandonado a su suerte entre los pastizales. Y sin pensarlo dos veces, y abandonando mi compañía, me abalancé sobre la vegetación, me pinché con cardos y me picaron los bichos colorados y de otros colores seguro que también, porque el cuerpo me ardía, y nada tenía que ver con el abrasador calor de Diciembre, mis rodillas raspadas, las manos que me pinché con las espinas, las yucas y todo lo que conformaba los rincones más húmedos del terreno, donde no se podaba, no se cortaba el pasto, ni tampoco se tenía en cuenta para plantar algún árbol. "Qué lástima" —pensé alguna vez—, la tierra siempre estaba fresca. Allí crecía indiscriminadamente lo espeso, instintivamente el ecosistema, secretamente mi lugar predilecto.

Y entre los yuyos de la vereda de enfrente, que me hacían picar las pantorrillas los vi, eran cinco: lactantes, sucios y parasitosos. Tenían los ojos abiertos y las garritas afiladas, me los puse como prendedores en mi remera roja, atajé a uno en el aire porque era demasiado débil y se caía. Cruzamos a mi casa. 

     —Sacá esos gatos de acá —soltó rabiada mi madre cuando me vio parada en la puerta juntando con los brazos los felinitos desprotegidos.

Estaba harta de que metiera en la casa cualquier animal que se me cruzara en el camino. 

Y la entendía, pero no me importaba. 

     —Entonces ¿dónde los dejo? —le planteé enojada. 

     —No sé Florencia, acá los van a matar los perros y a mí no me gustan los gatos.

Busqué una caja para ponerlos, leche y alimento de mis perros. Y preparé un menjunje. 

La única opción que tengo es llevarlos a mi escondite, pensé. Le conté el secreto a mi hermana y persuadida por mi manipulación inminente sacrificó la manta de sus muñecas.  

Los bautizamos. A ojo eran cuatro machos y una hembra. 

     —Yo le quiero poner Wendy —dijo Agustina, y entonces yo elegí los otros nombres: Arthur, Gregory, Lucas y Timoteo. 

Nuestra misión era mantenerlos con vida, de día y sobre todo de noche. 

     —Agustina acá hay mucho bicherío, puede haber culebras y arañas —le comenté. 

     —No importa —dijo—. Yo quiero cuidar a los gatitos.  

     —Bueno, pero no le tenés que decir a nadie, ¿sabés? Porque nos los van a sacar a la mierda.

Mi hermana pequeña y yo hicimos la promesa de los meñiques. 

Nuestra madre en algún punto se dio cuenta que es lo que hacíamos, cuando nos llamaba a merendar y no aparecíamos hasta un buen rato después, pero resignada decidió no interceder.   

Pasaron los días y los gatos crecieron, salían a cazar y aunque su alimentación no era la más adecuada, estaban gordos. Durante el día recorrían el barrio y por la noche volvían a dormir en el escondite secreto, el escondite de todos nosotros. Jugaban entre las sombras de las hojas de los árboles más viejos y allí trepaban cuando sentían peligro. Su pelaje brillaba bajo la luz de la luna.  

No eran mansos, pero cuando lo deseaban buscaban cariño. 

 

Portada original del relato "Cinco Gatos". Dibujo de Pablo Maidana

 

El día que protegerlos se me fue de las manos, estábamos juntando ciruelas y de repente sentimos unos alaridos agudos, no de apareamiento, más bien de dolor, y junto a ellos los ladridos ensordecedores.  

Corrimos de vuelta a nuestro escondite, el corazón latiendo con fuerza. Al llegar encontramos a Gregory muerto, de los demás ni rastro. 

Agustina lloraba, yo le expliqué que aunque fuera doloroso debíamos entender que esto podía llegar a pasar. 

Le pedí a mi hermana que se fuera adentro. Yo enterré a nuestro gato, me lastimé el pie con la pala.

Pasé esa noche sentada haciéndole guarda a los cuatro hermanos. 

A la mañana siguiente mi vecino Miguel llegó a casa. 

Le dijo algo a mi madre y ambos se dirigieron a mí.

     —Vengo a llevarme a los gatos —soltó.  

     —¿Qué? ¿Por qué? —pregunté furiosa.   

     —Florencia, pasó lo que te advertí que iba a pasar. Es mejor que a esos pobres animales les busquen un lugar apropiado.

     —Vivieron siete meses con nosotras —retruqué. 

     —¿Querés que se mueran todos? —sentenció. 

Las palabras de mi madre me marcaron como un hierro caliente, la misma sensación, el mismo dolor, la misma impotencia de no saber cómo zafarme de ese lugar en el que ellos (con su autoridad) me habían puesto.   

Agaché la cabeza y algunas lágrimas mojaron el suelo. 

     —Hablé con una señora que los quiere, se los voy a regalar a ella —dijo Miguel. 

     —¿Los puedo ir a ver? —pregunté resignada.

     —No creo la verdad, vive lejos. —El pibe me aturdía con cada palabra y no se daba cuenta. No digo que tuviera una mala intención, su intención era buena, lo conocía bien y sabía que no estaba mintiendo, sólo que nadie pensaba en lo que yo sentía.   

Mi hermana tampoco estaba de acuerdo, pero no le dio demasiada importancia porque esa misma mañana para distraerla de la desgracia del gato, le habían regalado un cobayo.  

     —Yo los voy a buscar, no se dejan tocar con cualquiera. —Y remarqué la palabra «cualquiera», mirando con desagrado a Miguel.  

Cuando me metí a buscarlos a la cueva, sólo respondieron a mi llamado Wendy, Arthur y Lucas. Timoteo tal vez atontado por el episodio del día anterior, o quizá percibiendo el desarraigo, huyó. Corrió tan rápido que apenas lo pude ver perdiéndose en lo más hondo del campo.   

Mi gatito, el que alguna vez fue frágil, ahora convertido en el más salvaje, en el más libre de su manada.  

Volví con los otros, no tan grandes, no tan corpulentos, más dúctiles. 

     —¿No había cuatro? —preguntó el vecino.   

     —El bicolor se escapó, huyó a campo abierto. Y no creo que vuelva porque está asustado, por lo de ayer. 

     —Ah. —Me volví hacia él—. Decile a tu papá que lo vi sacando al perro de mi casa, y que por más que te hagas el súper héroe ahora haciendo la buena acción del día, yo no me olvido lo que vi ayer.    

Mi madre me miró desconcertada. 

Miguel se limitó a poner a cada gato en una jaula, y sin decir una sola palabra cruzó el portón más rápido que una liebre salvaje. 

Miré a mi familia con tristeza y les dije que estaba bien, que yo entendía que ya no podía cuidarlos y confiaba en que esa señora sí lo hiciera. 

Mi hermana me dijo que su chanchito de la India se llamaría Wendy, le sonreí y le acaricié la cabeza.    

Caminé hacia la maleza y me senté hecha una bolita con la espalda encorvada, y la nariz entre las rodillas. Quería esconderme. Del mundo y sus injusticias, pero sobre todas las cosas de la angustia que me cerraba la garganta. 

El monte se extendía frente a mí. Los pastizales altos ondulaban con el viento, me invitaban a respirar profundo, sus tallos dorados y esbeltos hacían contraste con el verde intenso de la maleza que crecía orgullosa.  

Miré hacia arriba y vi los árboles frondosos de distintas alturas. Sus ramas entrelazadas creaban un dosel natural que filtraba dulce la luz del sol y proyectaba sombras de distintas formas. Las enredaderas florecidas trepaban alrededor de los troncos, regalándome paz en su danza. Sus tallos delgados y flexibles se aferraban con firmeza, creando un entramado intrincado que parecía protegerlos en su abrazo.

Más lejos la vegetación es densa y salvaje. Ramas entrelazadas, arbustos espinosos y lianas forman una maraña impenetrable, como si guardaran secretos ocultos en su interior.  

El fondo de la quinta era mi lugar en el mundo.

Me estaba sorbiendo los mocos cuando sentí que algo se me refregaba en la espalda. Me di vuelta y ahí estaba Timoteo, dejándome un viborezno muerto en los pies, ronroneando.  

Intenté tocarlo pero se alejó.

En su lenguaje me hizo entender la gratitud que sentía.

«Gracias por esta vida, ahora voy a vivir otras».

Se fue cruzando el monte perdiéndose en la espesura, para siempre.

 

Chats. Willy Ronis.

 

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Leróncifa (Florencia Andreoni), escritora argentina de Zárate, Buenos Aires. Egresada del secundario con bachiller en Arte y literatura, actualmente ejerce como tripulante de cabina y enfermera. Amante de la lectura y madre de mellizos, escribe desde la juventud llegando a ganar los Juegos Bonaerenses 2011, y a día de hoy desempeñándose en revistas nacionales e internacionales, además de algunos certámenes literarios.