Querida Ana María: 

Hace unos días, después de casi dos semanas de receso, rematé una de las cajas de cartón de la serie en la que estoy trabajando. El acabado fue con una mano aguada de pintura que apliqué en la parte inferior de la superficie. En ese momento, gracias al cese, sentí con certeza que eso era lo que le faltaba para concluirla, comprobando, una vez más, que los intersticios en el ejercicio de la pintura, del arte y de la vida misma, son productivos, pues representan una desconexión de alta tensión que revelan por omisión la presencia menguante.  

En este ejercicio concluyente quedaron en evidencia las pulsiones del pincel, las que al igual que esas agujas de los sismógrafos revelan temblores del temperamento; una especie de sensibilidad telúrica del cuerpo difícil de describir, pero que enuncia rasgos de un fondo ignoto que algunos oficiantes exploramos guiados por un impulso instintivo, medio ciego, sin saber cómo justificar el porqué de esa misteriosa y obsesiva insistencia.

Al compartirte este inicio pienso en qué cosas pasarán por tu cabeza, en un afán genuino de explicarte ¿A qué se debe esta confesión tan íntima y especializada, del instante específico de un quehacer que cuando se hace público aspira a todo lo contrario, a la admiración pletórica de su apariencia?

Ese es, precisamente, el motivo que me impulsa a escribirte, el que sepas que a estas alturas de la vida, a mis setenta años —y desde hace más de dos décadas— lo que realmente me importa es prestarle atención al desvanecimiento progresivo de las pretensiones, a abrazar la ausencia de protagonismo y a no demostrar un desempeño profesional que ambiciona la gloria, contrario a lo que muchos desean legítimamente. 

Hoy, cada vez más me emociono con la insignificancia, con la maleza que crece vital en las hendiduras de tierras infértiles, con las huellas trémulas del pincel que falla, con los ejercicios indecisos, a medio terminar, de los estudiantes, con todos aquellos gestos no premeditados, donde la espontaneidad se cuela incondicional.

Durante estas vacaciones, al leer la nueva edición de tu libro sobre Enrique Lihn,  que generosamente me regalaste, volví a sentir esa sintonía de entonces con este humilde mundillo que pulula por circuitos subterráneos, distante de loas, que halla en el retiro su máxima expresión, sintonía que espero esclarecer en las líneas que vienen.

El recuerdo más temprano que poseo de ti es de comienzo de los 90’s, en una tertulia informal en la pieza que un estudiante arrendaba en el segundo piso de una casona vieja en el sector de la Plaza Brasil, en que ya siendo periodista estabas cursando la Licenciatura de Teoría e Historia del Arte. De ahí en adelante escuché esporádicamente tu nombre sin recordar el motivo, hasta un día del 2005, en que alguien que no recuerdo mencionó a la pasada la excelencia de tu trabajo sobre Lihn publicado en una de las Revistas de Teoría del Arte. Como para mí ese autor había sido siempre un referente, conseguí la revista para leerla, encontrándome con la tremenda sorpresa que el texto, más allá del contenido, me reveló una cualidad de escritura que hasta ese momento solo había gozado y admirado en dos autores locales: Adriana Valdés y Pablo Oyarzun, quienes poseían el don de abordar asuntos encumbrados y complejos de manera amable y familiar.

Recuerdo entonces la motivación que me generaron ciertos pasajes, quedando asombrado con la manera en cómo decías lo que decías, a través de un desarrollo escritural que hacía ingresar a los territorios que a ti te interesaban por una vía alternativa distinta a la que estamos habituados; como si ante una invitación convencional, en vez de entrar por la puerta principal hasta el al lobby y de ahí al living de una casa, se ingresara por la cocina, aspirando a la pasada los vapores cargados por tufillos de especies, empañando con el vaho la vajilla acumulada del día anterior y los restos apiñados del cotidiano en medio de los trajines: situación indecorosa que descoloca, pero que da una información privilegiada, más precisa y profunda de la residencia y sus anfitriones, con detalles apreciables que por la vía formal jamás serían develados. 

Desde entonces he seguido tus pasos, llamándome poderosamente la atención que habiéndote formado en el ámbito de la historia y la teoría, te refieres a las exploraciones del campo de las artes con una sensualidad inusual en quienes se pronuncian desde ese ámbito incólume y especulativo, haciéndote cómplice de los procedimientos y de las pátinas que se acumulan en el trajín fangoso de la experiencia; igual que esos pretéritos profetas que se comían los libros con la palabra de su dios para que lo que emanara de sus bocas fuese un discurso vívido, digerido por el cuerpo, de la palabra divina.

Este verano, cuando partí de vacaciones a los húmedos campos del sur, decidí llevar conmigo solo dos libros: Recados, de Gabriela Mistral, y Luces equidistantes, escrito por ti. En el intercalamiento de ambas lecturas comencé a corroborar una vez más la importancia de la honestidad, del ser quien se es a través de aquello que se hace, y nuevamente sentí ese rechazo creciente por la exposición explícita de la inteligencia, que siendo fundamental cuando no es protagonista, cuando lo es empaña con su vanidad las rutas que guían hacia las profundidades.

El tono familiar de ambas —de la Mistral y de ti— me sumieron en un ánimo cálido de confianza que hizo amables y expeditas las lecturas, pudiendo gozar de los vericuetos formales con la certeza de que no sería engatusado por algún tinglado que predicase con esas encumbradas locuciones crípticas e inteligentes, de “interesantes” discursos europeizantes que solo se muerden la cola en un circuito reducido y subdesarrollado de ambiciosos al título. 

Tu libro reeditado, esta vez más breve, por lo que recuerdo del que leí hace cerca de veinte años, me transmitió evocación, sensaciones indescriptibles y lucidez. Desde el principio, cuando me introduje en las “Palabras preliminares”, me sentí invitado a dejarme llevar por una corriente fluida y amorosa, simple, penetrante, haciéndome percibir el olor medioeval de los humedales del pensamiento. Me quedé ahí, pegado y flotando en esas seis páginas iniciales, prolongándome en el bosquecillo originario de notables especies que se erigía ante mi vista en los bordes de una pequeña quebrada. Repasé cada palabra con sus ubicaciones y sonidos, saboreando sus espesores y objetualidad. Tal vez podría haber quedado hasta ahí: solo eso me bastaba. Pero después de un rato continué, reencontrándome con notables pasajes que había olvidado por completo.

Entonces me hallé ante un grueso dilema: ¿Ana María Risco o Enrique Lihn? Siendo para mí Lihn un poeta fundamental, sin mucho titubeo mis impulsos se inclinaron por Ana María Risco, pues por la manera en cómo abordas el texto, más allá de su apreciable contenido, conviertes al eximio poeta en “modelo”, en un increíble pretexto que da pábulo para que tu singularidad emerja en plenitud, tal cual sucede con los grandes maestros, que escogen modelos cuyas apariencias les hacen eco en fondos donde se espejean. Ello no deja fuera de competencia a Lihn, por el contrario, lo realza apreciándose todavía más su figura y trascendencia, pues, como lo hacen los pintores, tú te encargas de alzar con desenvoltura su trayectoria al escogerlo como modelo predilecto para tus fines, porque él también hace eco en tus honduras.

Aquí el centro del asunto. Cuando uno fija la atención en algo que le obsesiona, es porque ese algo se está reconociendo en nuestra interioridad: es entonces cuando ese algo comienza a existir realmente: eso es lo que ocurre con los modelos que escogemos.

La persistencia en el ejercicio del arte, gradualmente me enseñó que lo que estaba haciendo era tratar de concretar físicamente en el exterior, lo más fiel posible, las imágenes que pululaban en mi interior, dándome cuenta que esas imágenes eran fantasmas, incluso vagos, que en su trayecto hacia la luz se iban desvaneciendo, concluyendo, finalmente, ante la vista, en una huella un tanto débil de ese origen fantasmal. Eso es lo que vemos: una huella, nada más. ¿Y qué es una huella? Una pregunta. Es decir que las obras de arte que presenciamos son solo preguntas, y nosotros nos admiramos con ellas por la profundidad de esas preguntas y por el universo que estas nos abren. Lo que corresponde ahora es tratar de completar, a partir de esas huellas, los restos vacantes que se proyectan inconclusos dentro de nosotros. 

En tu caso, la forma en cómo construyes matéricamente con las palabras el cuerpo vacante que resta a partir de la huella de Lihn, demuestra un vuelo e imaginación estimulantes, pues aprovechas con lucidez y sensibilidad los estertores recónditos de esa huella para revelar el reflejo espejeante que yace en ti del “eximio poeta”, haciéndonos cómplices de tu visión mientras, en simultáneo, aguijoneas la gestación de nuestra propia versión, convirtiéndonos también en poetas.

Siendo así, reconozco en tu escritura un manejo familiar que se identifica con esos lugares estériles donde crece la maleza y que vibra con los recreos temporales donde el ocio ejerce una función fundamental. Por eso inicié esta carta con ese relato tan personal, porque hallé en tu libro —y en lo que he palpado a lo largo de tu trayectoria— una sensibilidad desestabilizadora que penetra zonas inciertas, obligando a reformularse lo conocido para ser visto con otros ojos, parpadeantes, que gracias a esos instantes de ceguera permiten que se luzcan las cosas que transcurren ante ellos como si nunca antes hubiesen ocurrido.

Te comenté que tu libro me hizo recordar esos discos de vinilo conocidos en mi juventud como log plays, más tarde como LP’s. En esa época se adquirían porque dentro de la batería de temas habían algunos hits, siendo, por lo general, el título de uno de ellos el que rotulaba el álbum. Entonces yo guardaba religiosamente las mesadas para adquirir aquellos que deseaba para mi colección, luciéndome con ellos en las fiestas o malones semanales ante mis amigos. A diferencia de esos álbumes, en tu libro cada tema es un hit, cada uno bailable con la pareja más codiciada del salón.

“Y si Téllez opta, en su conjunto sobre el mapa americano, por adoptar literalmente la metáfora de la mera naturaleza del continente, exaltando voluptuosamente al guacamayo (que destempló los oídos de Hegel), a la hoja de plátano (detrás de la cual emergen los tanques norteamericanos) y al piojo (que se revienta en la ansiedad de Europa),…”. Mapa americano, metáfora, mera naturaleza, guacamayo, Hegel, hoja de plátano, tanques norteamericanos, piojo, Europa,… ¡Un poema! Una manera notable de confabular con los vocablos, haciéndolos reposar en una hamaca flexible de palabras cimbreantes e instrumentales que los sostiene en calidad de cuerpos mulatos y lustrosos, sacudiéndolos de sus sentidos, desjerarquizándolos con displicencia y poniéndolos a todos en el mismo rango, convirtiéndolos en simples objetos que suenan. O sea, otro idioma: latinoamericano, por esa mezcla de orígenes conspicuos con otros ramplones, derivando en un mestizaje que revela una lengua más de la guata que de la cabeza, lo que se agradece, aunque destape los sesos. ¡Qué lujo! Qué enrevesamiento sustancioso y productivo: es un destape de los sesos, como lo fue aquel de mi etapa universitaria, cuando conocí a Lautrémont, Rimbaud, Baudelaire y Dávila. La experiencia de leerte —y escucharte— me trajo a la memoria la vez que conocí el ensayo Sierpe de don Luis de Góngora, de José Lezama Lima, en que mientras avanzaba en la lectura dudaba permanentemente sobre el género literario de lo que transcurría ante mi vista, ya que el tratamiento del lenguaje cobraba una dimensión material que lo volvía cósico, rebasando los géneros e incursionando en territorios visuales, musicales, incluso masticables.

El deterioro progresivo de mi memoria es preocupante, pero posee sus ventajas. Hace unos días, mientras leía los conmovedores versos de un poeta, de pronto volví al comienzo del libro para leer el prólogo que había pasado por alto. Cuando llevaba cerca de tres páginas de esa presentación, el vuelo y jerarquía del contenido me hicieron ir a la página inicial para saber quién era su autor, encontrándome que se trataba de un notable prócer que admiraba. Cuento esta anécdota porque de esto han transcurrido un par de semanas y ya olvidé por completo lo que ese prócer escribió sobre el poeta; sin embargo algo poderoso y evocador quedó dentro de mí. Con tu libro me sucederá lo mismo, como todo lo que ya he leído y escuchado de ti, ya poseo recuerdos vagos de lo que leí, pero son esos recuerdos vagos los que me alientan a seguir descubriendo el vasto mundo que yace dentro de mí y a gozar más de la vida.

Agradeciéndote muy sentidamente lo que piensas, sientes, escribes y dices por tu boca, te saluda con cariño y admiración,

e  

 

Santiago, 8 de marzo de 2024.

 

Fuente: mundanaediciones.cl

 

* * * * * * * *

 

Enrique José Matthey Correa, Artista Visual. Nació el 14 de enero de 1954 en Santiago, Chile. Realizó sus estudios superiores en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Chile entre los años 1973 y 1976, lugar donde, desde 1978 en adelante, se desempeña como profesor de la Cátedra de Pintura.

Ana María Risco, Doctora en Filosofía con mención en Estética y Teoría del Arte, Magíster en Teoría e Historia del Arte y Licenciada en Ciencias de la Comunicación y Periodista por la Universidad de Chile. Sus áreas de investigación son literatura artística; crítica de arte; escrituras sobre arte en Chile; y relaciones entre imagen y escritura.