Por Catalín Tobar

El pasado miércoles 3 de abril se inauguró, en la sala Juan Egenaude de la Facultad de Artes de la Universidad de Chile, la exposición Visión de Campo: Cartografía y Perspectiva de Terreno, de dos egresados de la carrera de Artes Visuales: Boris Jiménez Figueroa y Pablo González Chamaca. La exposición cuenta con un total de catorce obras, todas posicionadas en las tres paredes de la sala. De un lado están, con marcada división, las pinturas de Jiménez Figueroa y del otro las de González Chamaca, dando la sensación de que más que un diálogo entre las pinturas, se trata de un enfrentamiento. El montaje de por sí no es particularmente llamativo, probablemente porque cada uno de los artistas planificó su exposición en solitario y fue el comité de la sala Juan Egenau quien, con la intención de incluir a más artistas en este ciclo, decidió fusionar ambos proyectos en sólo una exposición, principalmente por similitudes temáticas –en este caso, el territorio y la infancia/juventud–, con la consecuencia de que tuvieran pocos días para ponerse de acuerdo y viéndose obligados a reducir la cantidad de obras que seleccionó cada uno. 

Partiremos con la mitad derecha de la sala, que le pertenece a Jiménez Figueroa, quien presentó un total de tres lienzos de formato grande y once de formato pequeño, todos hechos con óleo industrial sintético y la mayoría, a excepción de una, siguiendo la misma fórmula: cancha/pelota/jugador. Este empaste de colores sobre las telas, con dejos de expresionismo abstracto –recordando a Richter–, trae consigo elementos de una época pasada, pues Jiménez Figueroa pinta exclusivamente partidos de antaño y lo hace de tal manera en que el gesto, la mano, es visible, sin reproducir una copia idéntica de la captura del video de Youtube del cual provienen originalmente. Los objetos de la fórmula tienen la particularidad de que se mantienen en uso, es decir, el espectador sabe que, aunque la pelota y el jugador se mantengan estáticos en el lienzo, estos están en posiciones de utilidad, atribuyéndole carga simbólica a objetos que se podrían considerar genéricos. Sin embargo, esto se produce solamente cuando el espectador es coetáneo al artista, o bien, fanático del fútbol. Pues quien conoce bien estas jugadas y las puede reconocer escucha con claridad los vitoreos. La obra de Jiménez Figueroa no es parafernálica, pero si anecdótica, es decir, sus códigos pueden ser leídos por espectadores que cumplan ciertos requisitos, los cuales, convenientemente, cumple una gran parte de la población en Chile. No se trata de un trabajo underground, sino, por el contrario, de uno bastante popular. 

 

Fotografía de la instalación (2024). Catalín Tobar.

 

Lo divertido de estas obras es verlas en persona, con sus tamaños tan extremos, y saber que Jiménez Figueroa pinta escenas de partidos porque le gustan, le llaman la atención desde la infancia y se dirige hacia esas imágenes, capturándolas y traduciéndolas al lenguaje pictórico, formando así un propio lenguaje en sentido de que hay que leer estos cuadros como si se tratara jeroglíficos, es decir, hay que tener en consideración todos los sentidos –o aristas, como se le dice usualmente–.

Hemos pasado por alto dos importantes sentidos dentro de la obra de Jiménez Figueroa: el primero es la falta de humanidad de los jugadores y el segundo es el lienzo que, en dirección contraria de los demás, no presenta jugadores ni pelota, sólo cancha. Los jugadores, desprovistos de una cara como tal, poseen una a medio hacer, un borrón desfigurado por la estática de los televisores y la baja calidad de imagen, pareciendo más jugadores de taca-taca que personas. Reflexionemos, por un momento, lo que conlleva aquella pincelada –o la ausencia de ella–: al pensar en una cabeza sin rostro se me viene la imagen de un fantasma a la mente. Este pensamiento sugiere una posibilidad, que es lo que representa un objeto fantasmagórico: puede ser, o bien, no. Sin embargo, su significado no se reduce a uno o dos, sino que es infinito; varía de mano en mano, juntándose como capas de pintura sobre la tela. Recordando a Barthes, es pertinente preguntarnos: ¿sería justo ordenarlas de alguna manera? ¿Corresponden, siquiera, a un orden? La respuesta es, desde luego, no, ya que la interpretación y descripción de una obra de arte no se trata de algo exclusivamente lineal, horizontal o, en este caso, vertical, sino de una suma de redes. No hay solo una vía de entendimiento, sino muchas, las cuales se entrecruzan. Es turno de ocuparnos del segundo sentido: la pintura que es sólo cancha. Esta solitaria pintura del campo de visión, analógicamente bucólica, destinada a ser sugerente –dígase, el elemento misterioso de la serie de cuadros–, derrocha humanidad a pesar de su ausencia objetual de ella. De toda la serie, es la que menos podría ser clasificada como una abstracción; aunque no haya objetos en ese paisaje, el gesto es más visible que nunca, pues al dejar de lado la anécdota sólo queda posar nuestras miradas en la técnica y el tema: una cancha vacía es, como dije, un paisaje, pero no se trata de uno natural, sino de uno configurado por el hombre con un destino establecido. Aquel lugar fue seleccionado e intervenido, para, posteriormente, llevar a cabo un espectáculo en él. La cancha de un estadio es un espacio domesticado, predecible la mayor parte del tiempo, en el cual el show premeditado –al igual que esta pintura–, falso o sincero, predomina por sobre la naturaleza. 

Ahora, corresponde hablar de la otra mitad: la de González Chamaca, la cual cuenta con un total de diez pinturas al óleo de formato medio, con ciertas variaciones. Todas, nuevamente, se parecen y tratan un mismo tema: Estación Pintados, un pequeño pueblo ubicado en el Desierto de Atacama, visto desde arriba con ayuda de distintos aparatos tecnológicos. Las imágenes capturadas son después transfiguradas por programas de edición, para luego, más que ser representadas, son reproducidas sobre lienzos. La elección de este punto geográfico no es azarosa, sino que se trata de un lugar valioso para el pintor, pues, como me contó el día que nos conocimos, mientras realizaban el montaje de las obras, es el lugar de origen de uno de sus bisabuelos. Las obras de González Chamaca también son expresionistas, en virtud de que éstas expresan parte de su autor, haciéndolas todavía más personales y, por esa misma causa, menos accesibles: lo que para el artista es íntimo y familiar, para el espectador resulta frío, pues desde el paso de la imagen por el satélite, el computador hasta, finalmente, la mano todo resulta completamente maquinal y mimético. Eso es lo relevante, mas, a mí parecer, no se trata de algo incorrecto ni de un error que deba ser corregido. En ciertos casos, la moral entorpece las cavilaciones, por lo que es preferible dejarla de lado. Dicho eso, podemos continuar. Las pinturas de González Chamaca son más complejas de describir e interpretar, en sentido de que se trata de cuadros que se esfuerzan por ser verticales, incluso estableciendo orden entre causa y efecto/afecto, provocando que la posibilidad no se encuentre disponible, encapsulándola en un totalitarismo (la palabra no ha surgido por sí misma, sino que se encuentra en texto curatorial, de desconocida autoría). 

Al ver la obra de González Chamaca inmediatamente me surgen los siguientes cuestionamientos: ¿cuál es el sentido de pintar fotografías, tratando de imitarlas hasta que sea imposible de distinguir cuál es foto y cuál es obra? ¿Para qué pintar fotografías o capturas si estas ya existen y podrían ser impresas y exhibidas como láminas? Una respuesta podría ser: para demostrar la relación entre la técnica del computador y la técnica del artista. La forma de hacer y garantizar la mímesis, una de las maneras más inofensivas de actuar, pues es a lo que el ojo del espectador está más acostumbrado. La obra de González Chama, a mi parecer, se acerca más al diseño gráfico que al arte visual. Todas estas telas pegadas a las paredes podrían ser afiches de tocatas o estar pegadas en paraderos, lo cual, si lo pensamos, resultaría bastante lindo. Hablo con sinceridad, no estoy organizando de mejor a peor estas dos disciplinas. Si bien ambas podrían llegar a parecerse y, además, hay una cantidad numerosa de artistas que han estado de ambos lados, la gran diferencia entre estas dos disciplinas es que mientras el arte, en algunos casos, llega a alcanzar incluso un carácter numinoso, el fin del diseño gráfico es el consumo –tanto de objetos como de ideologías–, es decir, se trata de algo utilitario. ¿Cómo se podría, entonces, utilizar la obra de González Chamaca? Aún cuando no experimenté un recogimiento al ver la serie de pinturas, ni se trate de obras de trascendencia espiritual, es imposible decir que estas pasan inadvertidas, pues ponen sobre la mesa temas valiosos, dignos de discusión, tanto con nosotros mismos –seamos creadores de algún tipo o no–, como trabajadores del arte.

 

Segunda fotografía sobre la instalación (2024). Catalín Tobar.

 

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Catalín Tobar (Santiago de Chile, 2022). Escritor, artista visual y estudiante de Teoría e Historia del Arte de la Universidad de Chile.