Me sentía completamente sucia. Tomé mis cosas, usé mi dedo como cepillo de dientes con un poco de dentífrico y humedecí papel higiénico para quitar el rimmel corrido. No mire el reloj, pero probablemente, a medir por el sol saliente, eran no más de 6 30 de la mañana. Se escuchaba la respiración profunda de un ser en plena fase de sueño rem. En la mesa de luz quedaba el residuo de la noche, copas manchadas de vino tinto y cajas de preservativos. No solía dormir después del acto, me quedaba mirando el techo o simplemente ahogada en mi rumia mental hasta ver el destello de luz que acompaña el amanecer, la alarma para levantarme suavemente y huir. Junté mis prendas, lo más difícil de encontrar era la ropa interior, pasé la mano en el borde de la cama, al final de los pies, solía estar ahí, a veces desistía y la daba por pérdida, me vestí y me quede un par de segundos observando su espalda.

La sudoración de la piel, ese olor particular post sexo no lo tapaba ni con mi perfume más caro. Caminé sobre la alfombra azul desgastada del hotel donde nos encontrábamos, una o dos veces por semana, en el cuarto piso y bajé por las escaleras. Unas cuadras las caminé, para así respirar el aire de la mañana y silenciar mi cabeza con los ruidos externos, me concentraba en las tareas de las personas que tenía alrededor, el movimiento del portero barriendo la vereda, el paseador de perros silbando, el ciclista esperando la señal verde para continuar su rumbo. No todos tienen la habilidad de apreciar esa brisa, entre nostálgica y esperanzadora, que acompaña las primeras horas, como si todo lo sucedido previamente quedará en el olvido y uno pudiera reiniciarse. 

Era bastante fácil justificar mi ausencia en casa, hacía guardias de dos a tres veces por semana. O me levantaba tan temprano, que la noche se mezclaba con el día.

Entré, girando las llaves, sosteniendo los diez llaveros que colgaban de ella, para no hacer ruido, apoye mi bolso, me descalce y camine en dirección a la ducha, cuando escuche mi nombre desde la cocina. 

Me esperaba con el desayuno y su sonrisa tan envidiablemente blanca. No preguntó de dónde venía, de todas maneras hubiera mentido. Tuve el presentimiento de que lo sabía todo, con detalle, que podía con exactitud leerme, pero no se atrevía. Tuvimos esa típica conversación banal sobre la semana, el trabajo, el cambio de gobierno y que íbamos a almorzar. Agradecí su recibimiento juntando los platos, apoye mi mano sobre su hombro derecho, lo mire y le di un beso en la frente. 

Deje caer sobre mi cuerpo el agua, como una especie de bautismo, de pureza, algún ritual hindú. No sentía culpa, estaba ahogada, en el borde de un precipicio, hay cosas que se caen de maduras y no hace falta aclararlas. Cuando el fin es tan evidente solo queda estrechar la mano y asentir que fue una buena partida.

Hacía meses que cubríamos destellos con la mano y no era suficiente. Sus charlas me aburrían, su piel no me erizaba, sus preguntas me molestaban.

En ese entonces tomaba decisiones con listas de pros y contras. Tenía una agenda con retazos de pensamientos y frases de lecturas que con una releída me recordaban lo que no quería, pero no, lo que necesitaba. 

Era sábado y entraba un viento anunciador de tormenta. La lluvia dejaba ausente de preocupaciones, dejaba la mente en blanco. Ponerse el pijama y no salir. Estaba todo permitido. Vaciar la heladera. Beber más de cuatro cafés. Fumar una caja de puchos, tal vez dos. Leer. No leer. Las hormonas desfasadas.

Miré una película de esas donde sabes el final, lo imaginas, después de un gran desencuentro terminan con vestido blanco yendo al altar con el amor de su vida. Me reí, esa sería una escena en donde me hubiera gustado ser protagonista si me preguntabas hace un par de años.

Lo escuché subir las escaleras. Se recostó al lado mío y preguntó si lo había pensado. Nos casamos al mes siguiente. Mañana no creo sea peor que hoy.

 

Fotografía perteneciente a la serie "Self Portraits" (2010-2023), de Jolie Dufrane. Fuente: No Ordinary Eyes, Facebook Group.

 

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Tania Diaz, nacida en 1997 en la ciudad de Coronel Suárez, lugar donde residió hasta su adolescencia. Termino la secundaria y se mudó a Capital Federal para estudiar Medicina en la Universidad de Buenos Aires. Actualmente se encuentra realizando la especialidad en Cirugia General y estimulando su otro hemisferio, en cursos de escritura y análisis de textos. Desde su infancia, su madre le transmitió el amor por los libros y grandes autores como Borges, Cortázar y Gabriel García Márquez, qué hoy en día son sus principales pilares artísticos.